La desigualdad como problema para el desarrollo de América Latina
Miguel Carrera Troyano, Director del Instituto Interuniversitario de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. Profesor Titular de Economía Aplicada en esa universidad. Esta es su ponencia:
América Latina tiene el dudoso honor de reunir a los países del mundo con una distribución de la renta más inequitativa. Como ejemplo, basta decir que el 10 % más rico de la población recibe casi el 50 % de la renta (frente a sólo un 23 en España), mientras que el 10 % de los ciudadanos más desfavorecidos apenas superan un 1 % (3 % en España). Por ello, a pesar de que los países de América Latina se encuentran en el grupo de renta media según la clasificación del Banco Mundial, los niveles de pobreza son muy elevados, alcanzando a más de 190 millones de personas en la región, de los cuales casi 70 millones viven en condiciones de pobreza extrema, según datos de Naciones Unidas.
Este nivel de desigualdad desborda el ámbito de la economía y se manifiesta en todos los ámbitos de la existencia hasta el punto que puede afirmarse que los ciudadanos de estos países viven “vidas diferentes”, en expresión acuñada por el Banco Mundial, en función de cual sea su nivel de renta. Las diferencias se extienden a la cantidad y calidad de la educación que reciben, el número de hijos de las familias, sus actividades comerciales y de ocio, los barrios donde habitan y el tipo de viviendas, su acceso a los servicios que ofrece el Estado y su capacidad para influir políticamente, como puso de manifiesto el PNUD. Además, la desigualdad está muy relacionada con las razas y etnias, con diferencias marcadas en salarios, porcentaje de empleo en sector formal, posesión de activos y acceso a servicios básicos, siempre inferiores para los indígenas y para los afroamericanos.
Durante años la corriente más influyente de la economía consideró que la desigualdad era “normal” y, además, funcional para el crecimiento. Normal porque según afirmaba la teoría de Kuznets, la desigualdad era un resultado del proceso de modernización, que no empezaba a la vez en todos los sectores, y funcional porque según el influyente modelo de Kaldor se suponía que los ricos ahorraban una parte mayor de sus ingresos y, con ello, la inversión y el crecimiento serían mayores si recibían una parte mayor de la renta. A esto se unía la crítica de las políticas redistributivas, porque implicaban pérdidas de eficiencia pues los impuestos erosionan los incentivos en los que se basa el sistema.
Esta corriente fue dominante durante los años ‘80 y los primeros del ’90, y en su seno se desarrolló la propuesta del llamado Consenso de Washington, decálogo de política económica para recuperar el crecimiento económico en la región. Lamentablemente, estas políticas no han obtenido los resultados esperados y, aunque los países de la región han recuperado el equilibrio macroeconómico, el crecimiento en la última década ha sido muy inestable y significativamente inferior al de los años 60 y 70. La desigualdad tampoco se ha corregido, sino que, por el contrario, se aprecia una convergencia de los países hacia niveles muy altos de desigualdad. De hecho en la última década la desigualdad ha crecido en países que tenían los más bajos niveles de desigualdad (como Venezuela, Argentina y Costa Rica), mientras que ha caído en Brasil, el país tradicionalmente más desigual.
Durante los años ‘90 se ha producido un cambio progresivo tanto en los valores dominantes sobre la desigualdad como en los trabajos teóricos y empíricos de los economistas que relacionan la desigualdad y el crecimiento. Frente al individualismo de los ‘80 y la confianza en la “mano invisible” del mercado, el rechazo a la pobreza absoluta es un valor ampliamente compartido en el comienzo del siglo XXI, como lo demuestran los Objetivos de Desarrollo del Milenio firmados por 190 países, a la vez que la desigualdad extrema es vista como causa de la pobreza y obstáculo a su solución. Del mismo modo, la igualdad de oportunidades concita cada vez un mayor consenso entre autores de distintas ideologías.
De igual modo, la teoría económica ha evolucionado hacia una visión más compleja del proceso de crecimiento donde la desigualdad de rentas (y sobre todo de activos) supone un obstáculo para el crecimiento y constituye un factor explicativo de las inferiores tasas de crecimiento que ha experimentado la economía latinoamericana respecto a los países asiáticos en los últimos años.
Esta literatura económica ha puesto en primer plano dos cuestiones que tenían un papel marginal en la literatura del crecimiento durante los ochenta: las imperfecciones en el funcionamiento de los mercados (principalmente en el de capitales) y las consideraciones de economía política (sobre el papel de las instituciones y la influencia de los procesos políticos y el ejercicio del poder sobre el crecimiento).
Con información asimétrica e incompleta las instituciones financieras no prestan a las personas que no pueden aportar garantías reales de la devolución de los préstamos, excluyendo, por tanto, no sólo a los más pobres, sino también a buena parte de la población que podría obtener altas rentabilidades de sus inversiones. De este modo sólo los ricos pueden invertir alcanzándose con ello niveles bajos de rentabilidad y de crecimiento en la economía. Por otro lado, la desigualdad está asociada a mayores niveles de inestabilidad e inseguridad que afectan a la inversión en la economía. De manera complementaria, el gasto público responde en buena medida a los intereses de las elites, sin poner las bases para la acumulación del capital humano y físico que necesitan los países para crecer en la era de las tecnologías de la información y las comunicaciones.
Este cambio en valores y conocimiento económico se proyecta muy directamente sobre la agenda de política económica. Así, en el Consenso de Washington las cuestiones distributivas estaban ausentes, la confianza en el papel del mercado como asignador de recursos infravaloraba sus fallos y las instituciones no constituían un foco de atención. En la actualidad, se ha pasado de un rechazo tajante a las políticas redistributivas, a la búsqueda de políticas que simultáneamente favorezcan el crecimiento y la equidad. También se proponen políticas redistributivas que favorezcan la equidad, considerando que los efectos positivos de largo plazo sobre el crecimiento de la mayor equidad pueden compensar los costes de eficiencia en el corto plazo.
Principalmente, las políticas destinadas a proveer de activos a los más desfavorecidos, ya sea a través de la mejora de las oportunidades educativas, la reforma agraria o los microcréditos, concitan un amplísimo respaldo como instrumentos que pueden disminuir la desigualdad, contribuir a la desaparición de la pobreza extrema y favorecer el crecimiento económico. También se destaca el margen para políticas redistributivas del Estado tanto a través de políticas fiscales progresivas (con la introducción de impuestos sobre la propiedad) como, sobre todo, con políticas progresivas de gasto enfocadas a la provisión de servicios e infraestructuras a los más pobres. Dentro de estas políticas se destacan muy especialmente los programas de transferencias condicionadas como Oportunidades de México o Bolsa Escola de Brasil. Son programas focalizados que transfieren renta a las familias más pobres si invierten en capital humano (es decir, si los hijos van a la escuela y son objeto de seguimiento sanitario).
Esta convergencia entre valores y literatura económica puede ser especialmente relevante a la hora de construir las alianzas y las bases electorales necesarias para llevar adelante las políticas que favorezcan la equidad, de manera que las políticas no sólo sean atrayentes para los pobres y la clase media, sino también para una parte de la elite políticamente influyente. Esta elite se ha demostrado poco permeable a valores morales, pero puede encontrar en esta nueva “ortodoxia económica” una razón para esperar beneficios de largo plazo de estas políticas, aunque a corto plazo impliquen mayores impuestos o recibir menores beneficios del Estado.
De hecho, puede afirmarse que existe una oposición entre los objetivos de corto y largo plazo de las elites de estos países. De un lado, se situaría el objetivo de corto plazo de obtener los mayores beneficios posibles en el momento presente, rechazando, por tanto, cualquier subida de impuestos o cualquier cambio de la política económica que suponga una pérdida de renta para los más ricos. Sin embargo, a estos objetivos de corto plazo se enfrentan otros objetivos de largo como una mayor acumulación de capital humano y físico y una mayor estabilidad política y social que permitan conseguir un mayor crecimiento que, a su vez, permita maximizar el valor futuro de su patrimonio y una mejora en su calidad de vida. Para que en América Latina sean posibles políticas progresivas hace falta que las elites asuman que una transformación del statu quo puede ser beneficiosa en el largo plazo para todos los ciudadanos latinoamericanos y que la mejora general de los niveles de vida va a beneficiar también a las clases altas y a las empresas que verán ampliarse sus mercados.