Valores cívicos y compromiso ciudadano
El Monseñor Fernando Bargalló, presidente de Cáritas y Obispo de Merlo-Moreno, explicó la distintas dimensiones a las que debe apuntar el compromiso social. En esta página transcribimos su ponencia.
Hablar de compromiso social requiere ubicarse en el contexto en que se habla. No es lo mismo hacerlo en mis barrios, diócesis Merlo-Moreno, en que la gente se siente especialmente marginada, golpeada, herida, ninguneada, que en un contexto de prosperidad. Me pregunto cómo hacer surgir en dichas familias y contextos ese deseo firme de ser protagonistas y de construir la patria en que vivimos, aunque sólo sea la realidad concreta y local del propio barrio. Desconozco cuál es la situación de ustedes, pero seguramente es una posición distinta. El compromiso social surge de reconocerse miembro de una comunidad mayor que la propia familia, matriz en la que uno se cría y crece, y el deseo de transformar la convivencia humana en un orden de mayor equidad, justicia y paz.
Yo creo que es muy importante revisar siempre cuáles son las motivaciones que impulsan nuestro compromiso social. En la medida en que abrevamos en fuentes mas profundas la consistencia de dicho compromiso será mayor.
Voy a mencionar rápidamente tres grandes fuentes para la motivación interior del compromiso social de las personas. La primera, es el afecto, la emoción, conmoción o compasión que provocan situaciones de pobreza, de injusticia y que mueven a no querer quedarse de brazos cruzados, sino a brindar un aporte propio en su mitigación. Por ejemplo, la crisis del 2001 fue como el despertador social para muchas personas que vivían tal vez encapsuladas en horizontes muy pequeños y que, al tomar contacto con una realidad muy cercana pero al mismo tiempo muy lejana en el horizonte visual y cordial, descubrieron que no podían quedarse inactivos. De alguna manera esta vibración afectiva rompe esquemas como el “no te metas”, “no se puede hacer nada” o “que cada uno se salve como pueda”. Obviamente tiene un límite grande. Cuando no se ven más situaciones de emergencia la conmoción disminuye. Por ello, cuando entendemos la solidaridad solamente como donación de cosas, como en el caso de la inundación en Santa Fe, al bajar las aguas y “desaparecer” del horizonte visible el problema, decrece la solidaridad. Cuando no se percibe la desnutrición, decrece el aporte alimentario. Este límite no significa que esta fuente de compromiso sea despreciable. Siempre es importante que el corazón sienta, y normalmente siente si ve: “Ojos que no ven, corazones que no sienten”.
Una segunda fuente de compromiso social es más “ideológica”, en el mejor sentido de la palabra. Me refiero al amor a la patria, al sentido patriótico, al querer ser miembros activos de una comunidad nacional y por tanto constructores de la misma. O también una serie de valores que la persona percibe: la justicia, la equidad, la paz, y que mueven a que uno quiera comprometerse a trabajar por ellos. O también la que brota de una concepción filosófica-antropológica. En este caso, consiste en descubrir que la construcción de la sociedad es una de las obras humanas más excelentes que una persona pueda realizar. Y que el procurarlo no ha de ser una tarea de supererogación para algunos iluminados o vocacionados, sino que es propio de todo ser humano, ya que nacemos, crecemos, nos desarrollamos y alcanzamos la plenitud siempre en relación con otros, buscando el nosotros social. No hay manera de desplegar la potencialidad que está latente en cada uno de nosotros si no ejercitamos la vinculación y relación constante con los demás. Quien se encierra en el individualismo de su propia persona, en un determinado grupo o sector, siempre se empobrece. En la medida que tendemos puentes, nos vinculamos y descubrimos la riqueza de los otros y nos animamos, junto con ellos, en diálogo, concordia y armonía, a buscar un destino común para todos.
Pero quiero hacer hincapié en una tercera fuente, teológica, que motiva interiormente el compromiso social. Se apoya en una precisa imagen de Dios y de la relación que cada uno de nosotros está llamado a tener con El. Para nosotros, los cristianos, el Concilio Vaticano II ha sido un fuerte llamado de atención en diversos aspectos. Uno de ellos, presente en la declaración “Gaudium et Spes”, consistió en señalar que uno de los más grandes dramas de la fe en este tiempo es su divorcio con la vida. Es decir, que la fe -relación auténtica y misteriosa con Dios- vaya por un lado y la vida personal, social, laboral, etc. vaya por otro. ¿Qué pasa cuando la vivencia religiosa no se integra con la dimensión social comunitaria, con la construcción de un destino con los demás? Evidentemente hay algo que está fallando. Los obispos hace poco decíamos: “no podemos ser peregrinos del cielo si vivimos como fugitivos de la ciudad terrena”.
Creo firmemente que la imagen de Dios que tengamos, y la relación con El que de ella depende, influye enormemente, y nos proporciona, o no, una preciosa fuente para el compromiso social. Por ejemplo, si nuestra imagen de Dios es la de un Dios “apático”, con el cual entramos en sintonía a través de técnicas especiales, orientales o no, de relajación, de respiración profunda, en orden de alcanzar una armonía extática que nos aleja y desentiende de la realidad del tiempo y de la historia... esa imagen de Dios es falsa y podría llevarnos a espiritualidades perversas que admiten, sin ningún cuestionamiento, enormes estructuras de injusticia. Pensemos en el hinduismo, y en las castas admitidas sin más como una especie de armonía de distintas cualidades de personas. Una espiritualidad así es desarmante para la persona y para la sociedad.
Ubicándome en la tradición judeo cristiana me parece muy importante señalar que la imagen de Dios que descubrimos a partir de la revelación es muy distinta. Nuestro Dios es un Dios “apasionado”, un Dios que no vive en la distancia y desinterés del acontecer histórico y de lo que le sucede a los hombres, sino que se involucra y actúa permanentemente en la historia.
El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, no es un Dios que vive en “el más allá”, aún cuando siempre está el respeto más absoluto a su trascendencia infinita, sino un Dios que con mano fuerte saca a Israel de Egipto porque ha escuchado la opresión de su pueblo, porque no puede y no quiere quedarse de brazos cruzados. Es un Dios que suscita hombres que, con responsabilidad libre y personal, asuman su proyecto de fraternidad, de justicia, de unidad entre todos los hombres.
Les leo por ejemplo un pasaje del Profeta Jeremías (Cáp. 22, vs. 13): “Ay del que edifica su casa sin respetar la justicia, y sus pisos altos sin respetar el derecho, del que hace trabajar de balde a su prójimo y no le remunera su trabajo. Ay del que dice me edificaré una casa espaciosa con pisos altos bien aireados, y luego abre ventanas, la recubre de cedro y la pinta de rojo vivo. ¿Eres acaso rey porque ostentas la mejor madera de cedro? Acaso tu padre no comía y bebía pero también practicaba el derecho y la justicia y entonces todo le iba bien. Él juzgaba la causa del pobre y del indigente y entonces todo le iba bien. Eso sí es conocerme. Oráculo del señor”.
Concluyo: me parece que de la imagen de Dios y de la relación con El que tengamos, podremos obtener una fuente inagotable de compromiso social. Si solo nos apoyamos en nuestras propias visiones y decisiones, no podremos, seguramente, sostenernos en el tiempo, especialmente cuando sobrevenga el desánimo y el sentimiento de fracaso.
El proyecto de un Dios apasionado que busca la justicia y la equidad para todos nos va a mover siempre en esta dirección. Por eso es que a mí me gusta hablar de una espiritualidad “simpática”. En música, una cuerda simpática es la que vibra cuando otra afinada igual que ella es tocada. Si nos ponemos en actitud “simpática”, es decir, si procuramos vibrar al unísono con la pasión de Dios, que va siempre en la línea de la protección y cercanía con los más pequeños, los más pobres, encontraremos como creyentes una fuente preciosa de compromiso social. Ya no dependerá éste de las emociones pasajeras ni tampoco de nosotros mismos sino que nos sumaremos a la corriente de amor que brota de Aquel de donde todo procede y a donde todo se dirige.
En la historia son tantas las personas que han vivido esta espiritualidad simpática. Pienso en nuestra América Latina. Por ejemplo un Bartolomé de las Casas quien, vibrando interiormente con el proyecto de Dios, decía como máxima de su acción: hemos de aprender a mirar las cosas como si fuésemos indios. Esto supone un desplazamiento geográfico para poder percibir la realidad especialmente desde aquellos que están en la marginación. La Teología de la Liberación decía que hay que aprender a “descentrarnos”, y mirar desde los pobres. Creo que la mirada de Dios va siempre desde el más desprotegido. Ojalá pudiéramos mirar desde los indios, desde los pobres, desde los que están en los márgenes, alentados por esta pasión de Dios que quiere que los otros no sean desconocidos, extraños, sino hermanos de camino.
Este compromiso social encuentra diversos ámbitos o direcciones. Yo voy a mencionar cuatro, es decir hacia dónde nos conduce la vivencia en nuestra vida del compromiso social.
Una primera dirección es el servicio a la persona humana, entendiendo por esto la promoción de la dignidad de la persona. Es esta una tarea central. El compromiso social nos lleva a promover la dignidad de toda persona humana reconociéndola como inviolable. Y, en esta tarea, el punto de partida es el compromiso y el esfuerzo por la propia renovación interior. El orden social depende de los actos libres de las personas y sería fantasioso pretender mejorar la sociedad sin mejorarnos nosotros mismos. De manera que todo compromiso por promover la dignidad de cada persona supone la propia renovación interior y desde ella aprenderemos a ejercitar una solicitud por los demás, amados como hermanos. Esto nos va a llevar a todos a un compromiso por sanar las instituciones, las estructuras, las condiciones de vida que son contrarias a la dignidad humana. Obviamente, no alcanza la renovación de cada persona individual. Por ella arrancamos, pero ella nos lleva al saneamiento de todo lo que se opone a la dignificación de las personas. En esto el eje fundamental, lo que sostiene el rumbo de este saneamiento, es afirmar la convicción del derecho inviolable de la vida de cada persona, desde la concepción hasta la muerte natural, el derecho a la libertad de conciencia y la libertad religiosa, la defensa de lo que es el ámbito fundamental en donde la vida humana nace y crece, que es la familia.
Una segunda dirección de los que vivimos el compromiso social sería el servicio a la cultura, entendiendo por cultura obviamente no las obras culturales ni tampoco un saber enciclopédico sino esa matriz vital, animada por valores, de a ratos desanimada por desvalores, en los que los hombres nacemos y crecemos, y a través de la cual nos podemos realizar.
Les leo solamente tres reglones del documento de la Iglesia “Navega mar adentro”, que marca el rumbo de la Iglesia en estos años. Dice así: “en nuestro país la pérdida de los valores que fundan la identidad como pueblo nos sitúa ante el riesgo de la descomposición del tejido social” Algunos de ustedes ya ha escuchado esto o algo parecido. Cuando decimos que nuestro compromiso social pasa a un segundo ámbito, al de la cultura, quiero decir con ello que hemos de proponernos afianzar los valores que fortalezcan la matriz vital en la que crecemos los argentinos y así entonces poder hablar de la cultura del trabajo, del cumplimento de los deberes ciudadanos, del cuidado ecológico y de la preservación y educación para la paz.
Los valores de fondo que sostienen toda cultura son cuatro: la verdad, la libertad, la justicia y el amor. El compromiso social es una invitación a que podamos acrecentar los valores que animan la realidad cultural de nuestro pueblo, que le dan una identidad; y en ellos creo que se encuentran esos cuatro valores indiscutibles para todos. Tal vez no coincidamos en la verdad acerca de la naturaleza del hombre, de la vida, la familia, de lo que es la sociedad. Sería triste que una sociedad quede sumergida en el agnosticismo con respecto a la verdad y que el diálogo con las personas no busque una verdad, que no es fruto de una determinación de la mayoría sino que es fruto de un hallazgo. Porque la verdad está latente en la realidad de las cosas, de las personas, de las instituciones. La libertad es respetada cuando cada ciudadano puede realizar su vocación personal y cuando cada ciudadano puede rechazar lo que considera negativo. La justicia, las distintas dimensiones de la justicia conmutativa, distributiva, legal, no termina de alcanzarse si no es superada por la misericordia y por el amor.
Al respecto, vale la pena ver la película “El mercader de Venecia” por la sutileza con que Shakespeare trata justamente el tema de la justicia y la misericordia. Reflexiones sumamente válidas y elocuentes para descubrir cómo este valor hay que defenderlo a rajatabla, ya que en el fondo no termina siendo el definitivo si no está acompañado por la misericordia y la caridad.
Un tercer aspecto es el servicio a la economía. Aquí nuestro compromiso social supone reafirmar la centralidad de la persona humana; de lo contrario peligra la calidad de la actividad económica y especialmente de quienes tienen algún tipo de responsabilidad como dirigentes. Es necesario analizar y discernir los modelos actuales de desarrollo económico social, hacer un replanteo de la economía. Yo creo que el caracú de la cuestión es cómo armonizar mejor las legítimas exigencias de la eficiencia económica con la participación política y la justicia social.
La cuarta dirección de nuestro compromiso social es el servicio a la política, ya que estamos todos inmersos en la comunidad política. Entiendo por política el arte de trabajar formando un pueblo en donde el bien común prime sobre los bienes particulares y sectoriales. La comunidad política es absolutamente necesaria para lograr el bien de las personas. Sin ella sería inalcanzable.
Menciono al pasar algunos aspectos del compromiso social en este servicio a la comunidad política, algunos principios de la vida ciudadana. Primero, el bien común, cómo aportamos a la construcción del bien común. Segundo, el destino universal de los bienes; esto habla de la equitativa distribución de los bienes desde una mirada teológica ya que Dios crea el mundo para todos y nadie ha de quedar fuera, detrás de la puerta sin poder entrar. En tercer lugar, la subsidiaridad; nuestro compromiso social lleva a reconocer este principio de respeto de las organizaciones e instancias intermedias, de la protección de las mismas para que puedan desarrollar lo que les compete. Cuarto, la participación ciudadana de todos sintiéndonos y sabiéndonos protagonistas. Y quinto, la solidaridad; entendiendo por ella no la reacción emotiva frente a las carencias de los demás sino la firme y decidida determinación de cada uno de trabajar por el bien de todos para que verdaderamente nos sintamos responsables todos de todos.