Apuntes sobre Ciudadanía, democracia y mundialización
Patrice Vermeren es profesor de Filosofía de la Universidad de París, director ejecutivo del Centro Franco Argentino de Altos Estudios de la UBA, miembro fundador del Colegio Internacional de Filosofía de Paris, y experto asesor del Director General para la División de Filosofía de la Unesco. Esta es su ponencia
Las nociones tradicionales que permitían pensar la cuestión de lo político, por ejemplo la noción de soberanía, de república, de democracia o de ciudadano parecen estar completamente desfasadas respecto de la realidad del mundo. El interrogante filosófico ya no recae en estos conceptos, sino en la distancia que se establece entre estos conceptos tradicionales de la política y lo político en situación. ¿Qué sentido tiene hablar hoy de ciudadanía, de soberanía, de república en el marco de una situación calificada de mundializada? ¿Qué es lo que ha cambiado desde las épocas fundadoras que se valían sobre todo del discurso republicano? Este último resulta hoy totalmente dogmático o aparece como caído en desuso. Los problemas evidentes de representación parecen haber provocado al fin y al cabo un olvido de la tradición y ahora las sociedades modernas enfrentan el problema de sus propias instituciones que ya no pueden apoyarse en aquella.
I) ¿Cómo pensar entonces el concepto de ciudadanía? Los ciudadanos, por una parte, están ligados siempre al concepto de Estado, por lo tanto a un principio de soberanía política, pero también, por otra parte, están ligados al ejercicio reconocido de una capacidad individual de participación en las decisiones políticas, es decir, al concepto de igualdad.
La ciudadanía ha sido siempre un objeto de lucha y de transformaciones. No hay una definición estática de una vez y para siempre sobre la ciudadanía. Como dice Etienne Balibar, cuyo análisis respeto aquí, cada régimen político proyecta en la definición que da de ciudadanía la distribución de los poderes que lo caracteriza. La ciudadanía plantea la cuestión de la individualidad en su relación con el Estado de derecho, y se vincula con la cuestión de la nacionalidad. Martine Leibovici ha demostrado cabalmente, por ejemplo, cómo Hannah Arendt plantea en sus textos sobre el imperialismo la cuestión del apàtrida, es decir de aquel que no es ciudadano y que -al dejar de serlo- ha dejado también de ser un hombre, la cuestión del refugiado que aparece en forma masiva después de la Primera Guerra Mundial, aquella gente que ya no siendo ciudadanos de un Estado, no siendo reconocidos por ningún Estado, se convierten finalmente en hombres sin derechos. En relación con la nación, se dice que es el fin de la nación, que estamos ante el fin del Estado-nación. Es un tema que resulta problemático, porque si se habla del fin de la nación se supone que hay un origen de la nación. En este punto hay varias teorías que se enfrentan: la idea de que la nación es una comunidad de valores libremente aceptados, que es la versión francesa (Ernesto Renan), o la idea de que la nación viene de una comunidad de cultura y de lengua, que es el modelo alemán.
Quizá deberíamos distinguir la idea de que por un lado hay nacionalidades individuales que existen en un tiempo y un lugar, y oponerle a ello la forma nación, la forma de nacionalidad y decir entonces que la forma nación no es la misma que la de una comunidad, sino el concepto de estructura capaz de producir efectos de comunidad cuyas destinaciones son las comunidades (Etienne Balibar). En todo caso, si hay una conmoción en la función histórica y social de la nación, no cabe de todas maneras hablar del fin de las naciones. El problema reside, pues, en la cuestión de la mundialización. Podría decirse que la mundialización entra dentro de un concepto de universal, que hay una universalidad extensiva, ahora que todas las partes del mundo han sido colonizadas, y que hay una universalidad intensiva, en el sentido de que cada uno de nosotros es solicitado en su propio domicilio tanto por su cuenta bancaria como por sus tarjetas. Una suerte de normalización mundial rige los estándares del nivel de vida, la manera de comer, y el comportamiento sexual. Se diría que esta mundialización hoy está dada como irreversible; es lo que podríamos llamar “el sistema mundo” (Immanuel Wallerstein), que prohíbe todo recurso a la condición autárquica.
II) Hablar y plantear los cosas en términos de mundialización quiere decir también poner en escena un discurso y en cierta forma darle respuesta a ese discurso. Es necesario partir de dos enunciados mínimos: la mundialización significa en primer lugar que hay una implicación cada vez más estrecha de las economías en el mercado mundial, lo cual acarrea limitaciones o pérdidas de poder en los Estados nacionales. De ello resulta una perturbación en la relación entre el individuo, el sujeto y el Estado, lo cual exige un puente hacia la cultura para establecer una forma de pertenencia sustitutiva de la que existía antes. Por un lado tenemos al individuo, al sujeto, que está muy lejos del poder (un poder que se ha vuelto lejano y totalmente anónimo). Así, se trataría de reencontrar y reducir la distancia entre el sujeto, el individuo, y un poder nebuloso y lejano sobre el cual nadie puede tener influencia alguna. Desde ese punto de vista, habría dos soluciones comprobadas: o bien la solución norteamericana, que valoriza la cultura, las culturas como comunidades de pertenencia, e integra a los ciudadanos en sistemas de relación y fines comunes. Las comunidades se situarían entonces entre el individuo y el poder mundial lejano. La comunidad de lengua, de historia, de costumbres, de creencias, permitiría a los hombres finalmente encontrar un poder colectivo. Encontramos aquí la idea de una pertenencia a tal o cual comunidad (comunidad de lengua, de barrio, de costumbres o de género). Esas características me van a dar derechos y también deberes, que son más bien derechos colectivos. Ese es el modelo comunitarista norteamericano. Y en el otro extremo encontramos lo que podríamos llamar la versión francesa, la cual por el contrario separa radicalmente la ciudadanía y las pertenencias culturales. La ciudadanía es la relación exclusiva de los individuos con la voluntad común, tal como se manifiesta en el Estado republicano, mientras que las comunidades son pensadas como una degradación de los lazos cívicos provocada por la mundialización. Lo que interesa sobre todo, como bien lo probó Jacques Rancière, es que en estas dos maneras opuestas de expresar la cuestión, el ciudadano es siempre reenviado a una pertenencia natural. Por un lado se dice que para ser ciudadano hay que pertenecer a un régimen de filiación, a un sistema compartido de creencia y de valores, y por otro lado se dice que la comunidad es lo que los individuos poseen en común, más allá de las diferencias de orígenes, genero, lengua y religión; pero siempre lo que juega es una cuestión de pertenencia, cuyo correlato es la pérdida del universalismo.
III) Llegamos así a la situación que vivimos actualmente, en la cual se diría que la ciudadanía se transforma en fuente de violencia. Las teorías que hasta hoy intentaban dar cuenta de la violencia e intentaban explicarla y resolverla, de algún modo se han agotado.
Podríamos mencionar en mayor medida tres principales. 1) El primer modelo sería el jurídico estatal, que consiste en manifestar una primacía del derecho, la mayoría del tiempo en forma de ley y una instancia encargada de hacer respetar la ley, el Estado de derecho. La única violencia legítima sería aquella ejercida por el Estado. Hay una violencia latente, y la prevalencia creciente de los derechos e intereses privados sobre los derechos e intereses públicos tiene por resultado la destrucción de la legitimidad del Estado. Dicho de otro modo, si se reduce el rol del Estado a ser sólo un simple gendarme del orden entonces el equilibrio entre razón y violencia se deshace y se rompe. Aparece como consecuencia una violencia endémica e irracional. 2) El segundo modelo, que también parece estar agotado, sería el paradigma revolucionario que criticaba el modelo del Estado de derecho, considerándolo como una instancia que disimula y refuerza la violencia de clases. Este modelo se muestra totalmente agotado, incapaz de canalizar el descontento dándole una forma de expresión política. 3) El tercer modelo, que también parece haberse extinguido, luego del modelo del Estado de derecho y el modelo revolucionario, sería el paradigma neoliberal, que critica los dos modelos anteriores y considera que las justas reglas implícitas se deben dar en cierta forma naturalmente y no es difícil ver ahí un resurgir del darwinismo. Estamos frente a un modelo de autorregulación del mercado, que produce violencia. Pero es como si esa violencia producida no tuviera ningún responsable, como si se debiera a la lógica de las cosas, o simplemente a la incapacidad de las víctimas para adaptarse. Corremos aquí también, pues, el riesgo de una contra violencia, dada la necesidad de los excluidos de sobrevivir.
Diré entonces que hoy se podrían marcar cuatro nuevas formas de violencia:
· Primero, el miedo generalizado al otro, que quizá no sea una violencia en sí misma sino más bien un temor anticipado a la violencia del otro. El otro está constituido como representando siempre un peligro potencial. Todo ocurre como si reinara en el imaginario algo mediatizado y sin proceso simbólico, como si el miedo estuviera ligado directamente a la prevalencia creciente del individualismo que hace al fondo del modelo neoliberal. Resulta de ello, por consiguiente, la insuficiencia de este paradigma ya que finalmente ese miedo generalizado del otro termina apelando al Estado de seguridad, es decir, a un sistema contrario al que debemos esperar de una democracia, reduciendo a la nada la confianza necesaria en la relación ciudadana en el espacio democrático.
· Segundo tipo de violencia moderna: la exclusión, que un filósofo francés ha denominado “la producción del hombre descartable” (Bertrand Ogilvie). Si adoptáramos el lenguaje de Marx, diríamos que “el desempleo es la producción de un balance de seguridad para ponerle freno a un aumento de los salarios”. Pero hoy asistimos a una situación diferente, es decir, a la producción de hombres supernumerarios, la producción de hombres de alguna manera inutilizables para siempre, hombres excluidos de la sociedad de mercado, exclusión que es una forma moderna de la violencia.
· La tercera forma sería la violencia suicida, autodestructiva y heterodestructiva que parece escapar a todo tipo de racionalidad; por ejemplo las violencias urbanas de Los Ángeles del ‘93.
· El cuarto tipo serían las violencias étnicas con sus torturas, violaciones, mutilaciones, que significan un fracaso del modelo jurídico estatal para desembarazarse de su vínculo con el nacionalismo.
IV) Si tomamos el análisis tradicional del concepto de ciudadanía en Francia, se dan cuatro fuentes. La primera sería la filosofía del contrato social, donde el ciudadano es algo abstracto, un poco como el sujeto cartesiano. La segunda fuente sería el Código Civil, pero no reconoce un sujeto abstracto, conoce a un hombre o a una mujer, conoce a un padre y a un hijo, conoce a un rico que es alguien que posee y a un pobre que es alguien que no posee. La tercera fuente sería la Declaración de los Derechos Humanos, en la que los hombres son libres e iguales en derecho, pero al mismo tiempo se dice que las distinciones sociales deben articularse únicamente por el mérito; además por ejemplo el concepto de “los hombres” no integra al concepto las mujeres. Y la cuarta fuente sería el derecho de las nacionalidades. Cuando se dice “es ciudadano” es porque se tiene derechos y esos derechos vienen de la Constitución y de las instituciones. Si se observa que esos derechos no son ejercidos, entonces se dice que hay un déficit de ciudadanía. Es una relación donde algo falta para ser aplicado y que nos obliga a volvernos hacia el Estado para reclamarle que actúe de modo tal que los ciudadanos se adecuen a los conceptos. Los ciudadanos muchas veces no están demasiado adecuados a los conceptos. Por ejemplo, la Argentina se ha pasado todo el siglo 19 explicando que el pueblo es soberano, y esto a veces no coincidía con la realidad, ya que no se le daba a todo el mundo el derecho al voto. Otra manera de concebir la ciudadanía sería decir que no somos en todo momento ciudadanos, sino que existe una subjetivación política solamente cuando hay una palabra pública o un acto ciudadano, que puede reabrir un espacio democrático cada vez en peligro de cerrarse.