Expirado
Cátedras

Stefano Zamagni. Presidente de la Academia de Ciencias Sociales del Vaticano, catedrático de la Universidad de Bolonia, asesor de los Papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.

Introducción

Hemos aceptado que este tiempo nuestro está marcado por un real cambio de época. Por lo tanto, no estamos ante una evolución natural o una mera ampliación de tendencias ya en curso de la larga fase de la sociedad industrial. Todavía no sabemos cómo las nuevas tecnologías convergentes y la cultura que las gobierna cambiarán la esencia del capitalismo. Sin embargo, sabemos que una segunda gran transformación de tipo polanyano está en marcha. Aquí me centraré en un aspecto específico, pero muy importante, de la transición actual: el aumento estructural de las desigualdades sociales y su insostenibilidad.

Uno de los peligros más devastadores de la cultura de hoy ha sido eficazmente descrito en el siglo XX por el escritor de C. S. Lewis con la expresión «esnobismo cronológico» para referirse a la aceptación acrítica de lo que sucede simplemente porque pertenece a la tendencia intelectual del presente. Es el caso de las injusticias sociales que se manifiestan en el aumento endémico de las desigualdades y sobre las que ahora sabemos casi todo: cómo se miden, dónde están más presentes, qué efectos están produciendo en multitud de frentes distintos (desde el económico hasta el político y el ético), qué factores son los principales responsables hoy, y así sucesivamente. Sin embargo, no sabemos conceptualizarlos, no conocemos su ontología y, por lo tanto, terminamos tomándolos como algo inherente a la condición humana o como una especie de mal necesario para permitir nuevos avances en nuestras sociedades. En resumen, como algo más con lo que aprender a vivir, del mismo modo que en otros periodos históricos la humanidad ha lidiado con las vicisitudes y «extravagancias» de la naturaleza. La aceptación supina del factum priva de alas y aliento al faciendum. De hecho, hasta ahora se han realizado muy escasas propuestas creíbles para abordarlo. Sin embargo, Condorcet, en su Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’Esprit Humain de 1794, ya había dictaminado: «Es fácil demostrar que las fortunas tienden naturalmente a la igualdad y que su desproporción excesiva no puede existir o debe desaparecer rápidamente, si las leyes civiles no establecen medios enrevesados para perpetuarlas o unirlas» (Condorcet, 1969, p. 171). Esto equivale a decir que el aumento de las desigualdades es, sobre todo, una consecuencia de la estructura institucional de la sociedad y las reglas del juego económico que elige darse. 

Este artículo surge del rechazo de esta forma de ver el fenómeno aquí examinado. Las desigualdades no son un hecho de la naturaleza que haya que aceptar como algo inevitable. Existe una ruptura en la forma de concebir el ideal de justicia social, la llamada «paradoja de Bossuet»: los hombres tienden a rechazar aquello con lo que están de acuerdo en particular. Por lo tanto, terminamos aceptando la realidad de la desigualdad, aunque tal condición se perciba como injusta.

¿Qué hay en el fondo de tal cambio de mentalidad? Aquí quiero hablar, sobre todo, de dos factores causales. El primero es atribuible a la afirmación de la ideología de la meritocracia de este último cuarto de siglo. Introducido por primera vez por el sociólogo inglés Michael Young en 1958, el concepto de meritocracia ha ido cobrando importancia en el debate público. La meritocracia es, literalmente, el poder del mérito, es decir, el principio de la organización social que basa todas las formas de promoción y la asignación del poder exclusivamente en el mérito. El mérito es el resultado de dos componentes: el talento que cada uno obtiene de la lotería natural y el compromiso asumido por el sujeto en la realización de diversas actividades o tareas. En las versiones más sutiles, la noción de talento tiene en cuenta las condiciones del contexto, ya que el coeficiente intelectual también depende de la educación recibida y de los factores socioambientales. Del mismo modo, la noción de esfuerzo se califica en relación con la matriz cultural de la sociedad en la que el individuo crece y trabaja, y esto es así porque el compromiso no solo depende de los «sentimientos morales», sino también del reconocimiento social, es decir, de aquello que la sociedad considera como meritorio. De hecho, es sabido por todos que una misma habilidad personal y un mismo esfuerzo se evalúan de forma diferente de acuerdo con el ethos público que prevalece en un contexto dado.

Por ello, la meritocracia, según el juicio de su inventor, no puede tomarse como criterio para la distribución de recursos de poder, ya sean económicos o políticos. Young estaba tan persuadido del peligro de este principio que escribió un artículo en 2001 en el que se quejaba de que su ensayo de 1958 hubiera sido interpretado como un elogio y no como una crítica radical a la meritocracia entendida como un sistema de gobierno y de organización de la «acción colectiva». En esencia, el grave peligro inherente a la aceptación acrítica de la meritocracia es el deslizamiento, como Aristóteles había vislumbrado claramente, hacia formas más o menos veladas de tecnocracia oligárquica. Una política meritocrática contiene en sí los gérmenes que conducen, a la larga, a la eutanasia del principio democrático.

El juicio hacia la «meritoriedad», que es el principio de organización social basado en el «criterio de mérito» y no en el «poder del mérito», es bastante diferente. Es justo que quienes merecen más obtengan más, pero no tanto como para establecer reglas del juego, económicas o políticas, capaces de beneficiarlos. En otras palabras, se trata de evitar que las diferencias de riqueza asociadas al mérito se traduzcan en diferencias en el poder de decisión. Si no es aceptable que todos los hombres sean tratados de forma igual, como le gustaría al igualitarismo, es necesario que todos sean tratados como iguales, que es lo que la meritocracia no garantiza en absoluto. En otras palabras, mientras la meritocracia invoca el principio del mérito en la fase de distribución de la riqueza, es decir, post-factum, la «meritoriedad» no duda en aplicarlo a la etapa de producción de la riqueza, con el objetivo de garantizar la igualdad de las capacitaciones (capacidades). En esencia, el serio problema con la noción de meritocracia no radica en el merere (ganancia) sino en el kratos (poder). La «meritoriedad», sin embargo, distingue entre el mérito como criterio de selección entre personas y grupos y el mérito como criterio de verificación de una habilidad o un resultado obtenido. La primera es rechazable; la segunda, bienvenida. Así pues, la «meritoriedad» es la meritocracia depurada de sus tendencias antidemocráticas. Aristóteles ya había escrito que la meritocracia no es compatible con la democracia. Para la ideología meritocrática, si un individuo cae en la pobreza es su «culpa»: y de ahí el desprecio.

La segunda causa es la constante creencia de nuestra sociedad en los dogmas de la injusticia, particularmente en dos. El primero establece que la sociedad en su conjunto saldría favorecida si cada individuo actuara buscando únicamente su propio beneficio personal. Lo cual es doblemente falso. En primer lugar, porque el argumento de Smith de la «mano invisible» necesita, para su validez, que los mercados estén cerca del ideal de la libre competencia en el que no hay monopolios, oligopolios ni asimetrías de información. Pero todos sabemos que las condiciones ideales para tener mercados libres de competencia no pueden cumplirse en realidad, por lo que la «mano invisible» no puede operar.

No solo eso, sino que las personas tienen diferentes talentos y habilidades. De ello se deduce que, si las reglas del juego se forjan de tal manera que estimulen los comportamientos oportunistas, deshonestos, inmorales, etc., sucederá que aquellos sujetos cuya constitución moral se caracteriza por tales tendencias terminarán aplastando a otros. Del mismo modo, la codicia como pasión por tener es uno de los siete pecados capitales. Si se introducen fuertes sistemas de incentivos en el trabajo, está claro que los más codiciosos tenderán a dominar a los menos codiciosos. En este sentido, se puede decir que en la naturaleza solo hay pobres por las condiciones sociales, por la forma en la que se dibujan las reglas del juego económico.

El segundo dogma de la injusticia es la creencia de que se debe alentar el elitismo porque es eficiente en el sentido de que el bienestar de la mayoría crece más con la promoción de las habilidades de unos pocos. Y, por lo tanto, los recursos, atenciones, incentivos y recompensas deben ir a los más dotados, porque el progreso de la sociedad se debe a su esfuerzo. De ello se deduce que la exclusión de la actividad económica en forma de precariedad o desempleo de los menos dotados es algo no solo normal, sino también necesario si se quiere aumentar la tasa de crecimiento del PIB. Norberto Bobbio (1999), que relata bien la crisis de la idea de igualdad porque la aplicación del canon de justicia distributiva siempre requiere un sacrificio, escribe que la lucha por la igualdad casi siempre viene seguida de la lucha por la diferencia.

Termino este punto recordando que una de las conquistas morales más extraordinarias del humanismo cristiano es haber liberado al pobre, al marginado, al excluido por su condición. Sabemos que en el mundo antiguo la condición de desigualdad era consecuencia de la merecida maldición divina que afectaba por partida doble. El buen samaritano, por otro lado, ayuda al desafortunado no porque lo merezca, sino porque es un hombre.

 

Sobre ciertos hechos característicos de las desigualdades sociales

 

El desafío que el G7 —el grupo de siete países que, juntos, representan alrededor del 60 % de la riqueza neta del mundo; el 40 % de su producción y solo el 10 % de su población— adquirió en la cumbre de Biarritz (Francia) en agosto de 2019 fue el de la batalla contra las desigualdades en el mundo, un fenómeno que se puede medir no solo en términos de ingresos, sino también en el acceso a la educación, a la atención médica e incluso al agua potable. Además del sufrimiento inhumano infligido a las personas, la desigualdad hace que el status quo sea insostenible y que alimente, con razón, las protestas populares que desestabilizan el marco democrático de muchos países al erosionar su capital social. Solo algunos datos resumidos para hacernos una idea de la situación. A los 783 millones de personas que aún viven por debajo del umbral de pobreza y a los 265 millones de niños que no tienen acceso a la escuela, se deben agregar otros 260 millones de niños que necesitarán educación en 2030. Además, 200 de esos millones son mujeres que no tienen acceso a una maternidad responsable y 100 serán los millones de personas que estarán en extrema pobreza en 2030 si ahora no se toman medidas sobre el cambio climático; sin mencionar los 700 millones de personas que viven en las regiones más expuestas a las consecuencias de este cambio debido a inundaciones, sequías, aumento del nivel del mar… 

Es bien sabido que la pobreza (absoluta) no es una trágica característica de estos tiempos, pero lo que la hace escandalosa y, por lo tanto intolerable hoy en día, es el hecho de que no es la consecuencia de un «fracaso de producción» a nivel mundial, es decir, de una incapacidad del sistema de producción para garantizar lo necesario para todos. No es, pues, la escasez de recursos a nivel mundial lo que causa hambre y privaciones diversas. El principal factor responsable de esto es más bien un «fracaso institucional», es decir, la falta de instituciones económicas y legales adecuadas. Hay que considerar los siguientes acontecimientos: el aumento extraordinario de la interdependencia económica que ha tenido lugar durante los últimos cuarenta años como consecuencia de la globalización significa que grandes segmentos de la población pueden verse negativamente influidos, en sus condiciones de vida, por eventos que ocurren en lugares muy distantes y con respecto a los cuales no tienen poder disuasorio (o al menos compensatorio) para intervenir. No solo eso, sino que la expansión del área de mercado, un fenómeno positivo en sí mismo, significa que la capacidad de un grupo social para acceder a los alimentos depende esencialmente de las decisiones de otros grupos sociales. Por ejemplo, el precio de un producto primario (café, cacao, etc.), que constituye la principal fuente de ingresos de una determinada comunidad, puede depender de lo que ocurra con el precio de otros productos, y esto independientemente de un cambio en las condiciones de producción del bien en cuestión. En su Índice Global de Pobreza Multidimensional, cuya novedad no es de las menores, S. Alkire indica no solo quién es pobre y dónde acecha la pobreza, sino también cuán pobres somos en determinadas dimensiones específicas de la pobreza (salud, educación, nivel de vida, derechos sociales, etc.).

Un segundo hecho característico tiene que ver con la naturaleza cambiante del comercio y la competencia entre países ricos y pobres. En los últimos veinte años, la tasa de crecimiento de los países más pobres ha sido más alta que la de los países ricos: alrededor del 4 % frente un aproximado 1,7 % anual durante el periodo 1980-2000. Es un hecho absolutamente nuevo, ya que nunca había sucedido que los países pobres crecieran más rápido que los ricos. Esto explica por qué, en el mismo periodo, se registró el primer descenso en la historia del número de personas pobres en términos absolutos (es decir, aquellos que, en promedio, disponen de menos de dos dólares al día, teniendo en cuenta la paridad del poder adquisitivo). Prestando la debida atención al aumento de los niveles de población, se puede decir que la tasa de pobreza absoluta en el mundo pasó del 62 % en 1978 al 29 % en 1998. No hace falta decir que este notable resultado no afectó de manera uniforme a todas las regiones del mundo. Por ejemplo, en África subsahariana, el número de pobres absolutos ha pasado de 217 millones en 1987 a 301 en 1998. Sin embargo, al mismo tiempo, la pobreza relativa, es decir, la desigualdad —medida por el coeficiente de Gini o del índice Theil— ha aumentado dramáticamente desde 1980 hasta hoy. Se sabe que el índice de desigualdad global viene dado por la suma de dos componentes: desigualdad entre países y desigualdad dentro de un mismo país. Gran parte del aumento en la desigualdad global es atribuible al aumento en el segundo componente, tanto en los países densamente poblados (China, India, Brasil) que registraron altas tasas de crecimiento, como en los países del Occidente avanzado. Esto significa que los efectos redistributivos de la globalización no son unívocos: los ricos no siempre ganan (país o grupo social) y los pobres no siempre pierden (Milanovic, 2016). Además, debe tenerse en cuenta que, como se deduce del informe de 2019 sobre el estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo de la FAO, la desnutrición y la malnutrición han aumentado por tercer año consecutivo (en 2018, más de 2000 millones de personas no tenían acceso regular a los alimentos). Con esto, el objetivo «Hambre 0» establecido por la Agenda 2030 de las Naciones Unidas se está alejando.

La relación entre el estado nutricional de las personas y su capacidad para trabajar influye tanto en la forma en la que se distribuyen los alimentos entre los miembros de la familia, especialmente hombres y mujeres, como en la manera en la que funciona el mercado laboral. Los pobres solo poseen potencial de trabajo. Para convertirlo en una fuerza laboral efectiva, la persona necesita una nutrición adecuada. Si no se le ayuda adecuadamente, la persona desnutrida no puede satisfacer esta condición en una economía de libre mercado. La razón es simple: la calidad del trabajo que el pobre está en condiciones de ofrecer al mercado no es suficiente para «encargar» los alimentos que necesita para vivir de manera decente. Como ha demostrado la moderna ciencia de la nutrición, entre el 60 y el 75 % de la energía que una persona obtiene de los alimentos va destinada a mantener vivo el cuerpo y solo se puede usar el resto para el trabajo u otras actividades. Por eso se pueden crear verdaderas «trampas de pobreza» en las sociedades pobres destinadas a durar incluso largos períodos de tiempo.

Lo peor es que una economía puede seguir alimentando trampas de desigualdad, aunque sus ingresos crezcan a nivel agregado. Por ejemplo, puede suceder, como pasa realmente, que el crecimiento económico, medido en términos de PIB per cápita, aliente a los agricultores a transferir el uso de sus tierras de la producción de cereales a la de carne aumentando las granjas, ya que los márgenes de beneficio en la segunda actividad son más altos que los que se pueden obtener de la primera. Sin embargo, el consiguiente aumento en el precio de los cereales empeorará los niveles nutricionales de los sectores pobres de la población a quienes no se les permite acceder al consumo de carne. El punto destacable es que un aumento en el número de personas de bajos ingresos puede acrecentar la desnutrición de los más pobres debido al cambio en la composición de la demanda de bienes finales. Por último, hay que subrayar que el vínculo entre el estado nutricional y la productividad laboral puede ser «dinástico»: cuando una familia o grupo social ha caído en la trampa de la pobreza, es muy difícil para sus descendientes salir de ella, incluso aunque la economía crezca en su conjunto.

Finalmente, no puedo dejar de mencionar el fenómeno de la nueva esclavitud (prostitución, trabajos forzados, comercio de órganos humanos, explotación sistemática del trabajo) asociada a muchas de las prácticas en las que se da la trata de personas. Este fenómeno constituye, sin lugar a duda, una de las plagas más inquietantes y socialmente devastadoras de esta era de desarrollo. En el discurso de bienvenida a los participantes en la sesión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales en abril de 2015, el papa Francisco declaró enérgicamente que «la trata de personas es la esclavitud moderna» y que esta práctica constituye un «crimen contra la humanidad»; no es, por lo tanto, un crimen cualquiera, sino uno grave. Agregó que, en comparación con las muchas formas de esclavitud que existieron en épocas pasadas, las víctimas actuales de la trata comparten tres elementos comunes con las anteriores: la sumisión a una de las formas más extremas de dominación social; la alienación de cualquier orden social legítimo; la degradación y deshonra, porque la libertad es una condición necesaria para lograr cierto reconocimiento del estatus social. Sin embargo, hay una diferencia, observó el Papa, entre los esclavos de ayer y los de hoy: mientras que los primeros podían poner su esperanza en una futura emancipación, por improbable que fuera, a los esclavos de hoy se les impide hacerlo al convertirlos en «desechos humanos» por las lógicas depredadoras que empujan a las víctimas más allá de las fronteras del sistema y las hacen invisibles.

Una nota final, antes de abandonar el tema. Hasta hace poco, la cuestión de las desigualdades siempre se había considerado fuera del campo de interés del mainstream económico que se impuso en la profesión desde la década de 1970. ¿Cuál es la ratio? Se ha considerado el problema de la distribución como un asunto relacionado con la ética y la política y, por lo tanto, no relevante para el discurso económico, que debe ocuparse y preocuparse por aumentar el tamaño del «pastel», es decir, el ingreso general, porque, al final, «una marea creciente levanta todos los barcos» (esta es la sensación del efecto goteo —el famoso trickle-down effect— con el que se interpretó la conocida curva de Kuznetz en la década de 1970). Pero ¿cómo justificar esta división irrazonable en las tareas de las disciplinas? El principio de NOMA (Non Overlapping Magisteria), formulado por primera vez por el famoso economista de Oxford Richard Whateley en 1829, y aceptado algunas décadas más tarde por la mayoría de los economistas de forma inconsciente, establece que, si la economía pretende ser acreditada como una ciencia positiva según el canon neopositivista, debe separarse de las esferas de la ética y la política; en esencia, no debe ocuparse de juicios de valor. Afortunadamente, hasta en la ciencia las modas pasan, aunque los desperfectos y el coste humano y social que dejan atrás son considerables. Durante los últimos quince años, los ensayos e investigaciones de miembros autorizados de la profesión, muchos de los cuales eran antes ardientes partidarios de la tesis de NOMA, ahora se han alineado en contra. De Sen a Atkinson, de Piketty a Deaton, de Galbraith a Milanovic, de Stiglitz a Rajan, de Basu a Rodrik y muchos otros, la contribución del conocimiento teórico y empírico que se deriva de estas contribuciones es tal que ya no hay excusa o factor paliativo alguno para no tomar la violencia conservadora de la economía como un ataque frontal. 

 

 

 

Por qué aumentan las desigualdades: causas sociopolíticas

 

Varias y de diferente naturaleza son las causas subyacentes del fenómeno investigado aquí. Por razones de espacio me limito a las de carácter sociopolítico y económico. Pero es evidente que el impacto en el aumento de las desigualdades producido por la inteligencia artificial y, en general, por la tecnología digital, es notable. Primero, sin embargo, algunas líneas de aclaración sobre la noción de desarrollo, una palabra que hoy está demasiado sobrevalorada. 

En un sentido etimológico, el desarrollo indica la acción de liberarse de los enredos, lazos y cadenas que inhiben la libertad de actuar. En este momento, debemos principalmente a Amartya Sen la insistencia por demostrar el vínculo entre desarrollo y libertad: el desarrollo como un proceso de expansión de las libertades reales que disfrutan los seres humanos (Sen, 2000). En biología, desarrollo es sinónimo de crecimiento de un organismo. En las ciencias sociales, sin embargo, el término indica el paso de una condición a otra y, por lo tanto, cuestiona la noción de cambio (como cuando decimos: «Ese país ha pasado de la condición de sociedad agrícola a la de sociedad industrial»). En este sentido, el concepto de desarrollo puede asociarse con el de progreso. Cabe señalar, sin embargo, que este último no es un concepto meramente descriptivo, ya que conlleva un juicio de valor implícito, aunque indispensable. El progreso, de hecho, no es un simple cambio, sino un cambio hacia lo mejor y, por lo tanto, postula un aumento de valor. De ello se deduce que el juicio del progreso depende del valor que se pretende tener en cuenta. Dicho de otra manera, una evaluación del progreso y, por lo tanto, del desarrollo, requiere la determinación de lo que debe tender hacia lo mejor.

Por eso, el desarrollo no puede reducirse solo al crecimiento económico —también hoy medido por ese indicador conocido por todos, el PIB—, que no es más que una de sus dimensiones, aunque ciertamente no la única. Las otras dos son sociorrelacionales y espirituales. Pero, eso sí, las tres dimensiones conviven en una relación multiplicativa, no adicionada. Lo que implica que no es posible sacrificar la dimensión sociorrelacional para aumentar la del crecimiento, como desafortunadamente está sucediendo hoy. En una multiplicación, todo el producto se convierte en cero si se cancela un único factor. Pero esto no pasa en una adición, donde la puesta a cero de un elemento de la suma no cancela el resultado; de hecho, incluso podría aumentarlo. Esta es la gran diferencia entre el bien total (la suma de los bienes individuales) y el bien común (el producto de los bienes individuales): estrictamente hablando, es imposible hablar de solidaridad y crecimiento inclusivo, mientras que podemos y debemos hablar de desarrollo solidario e inclusivo. En esencia, el desarrollo humano integral es un proyecto de transformación que tiene que ver con cambiar la vida de las personas para mejor. El crecimiento, por otro lado, no es en sí mismo una transformación. Por eso, como enseña la historia, ha habido casos de comunidades o naciones que han disminuido mientras crecían. 

 

El desarrollo pertenece al orden de los fines, mientras que el crecimiento, que es un proyecto acumulativo, pertenece al de los medios. «Es del interés del tirano —escribió Aristóteles— mantener a su gente pobre para que no pueda permitirse el coste de protegerse con armas y estar tan ocupado con sus cargas diarias que no tenga tiempo para la rebelión». Debemos apuntar al desarrollo humano integral si queremos tener razón sobre la pobreza.

Abordo ahora el tema de las causas, empezando por las de naturaleza sociopolítica. Hasta hace poco, el capitalismo se ha asociado inextricablemente con la democracia, aunque es cierto que ha habido períodos de duración limitada en los que esta asociación ha fallado: piénsese en Corea del Sur, Chile o en lo que le sucedió a Europa en la primera mitad del siglo XX. La gran noticia hoy es que el vínculo entre democracia y capitalismo se ha cortado. De hecho, se habla de «orientalismo» (Said, 1978), que significa que la civilización occidental ya no es el modelo de referencia en la era global. El sueño de Fukuyama de una democracia liberal global se ha roto miserablemente, mientras que el capitalismo ha triunfado en todo el mundo. 

El hecho desconcertante, que muchos en Occidente parecen no haber entendido todavía, es que el nuevo capitalismo financiero (que ha ido más allá del capitalismo industrial) no tiene problemas para adaptarse a una pluralidad de orígenes religiosos, culturales y étnicos. Las finanzas se han convertido en un fin en sí mismas, es decir, son autorreferenciales y, por lo tanto, tienen una relación cada vez más remota y abstracta con el valor económico real con el que deberían estar conectadas. Dicho de otra manera, las actividades especulativas en el mercado financiero privan a la relación entre el valor de los bienes y la forma en que está representada en los diversos instrumentos financieros. Esto permitió, entre otras cosas, una expansión sin precedentes de la codicia y la irresponsabilidad. No sucedió así con el capitalismo nacional que, en cambio, se erigió sobre los valores y tradiciones de la cultura occidental.

La novedad de hoy es que se puede tener capitalismo sin democracia y, en general, independientemente de los llamados valores occidentales. En particular, el capitalismo «global» no necesita del utilitarismo benthaniano y el individualismo libertario para afirmarse. En India, por ejemplo, los lazos comunitarios tienen prioridad sobre el éxito personal y se alimenta la identidad nacional para impedir la invasión de los valores occidentales, aunque es cierto que este país ha estado recorriendo el camino de la modernización capitalista. Piénsese también en los «valores asiáticos» propugnados por Lee Kuan Yew, el padre de la ciudad-Estado de Singapur. Así, en China las autoridades pueden encarcelar a quienes especulan abiertamente en bolsa. Y así sucesivamente. 

Por lo tanto, es un error pensar que la persistencia de las tradiciones premodernas representa una forma de resistencia al capitalismo global. Por el contrario, la lealtad a estas tradiciones es lo que permite a países como China, Singapur, India y otros recorrer el camino del proceso capitalista de una manera aún más radical que en los países del Occidente avanzado. Es fácil darse cuenta de esto: es mucho más fácil referirse a los valores tradicionales para legitimar sacrificios e imposiciones de carácter antidemocrático a los ciudadanos. En 1992, cerca de la caída del muro de Berlín, Fukuyama publicó el exitoso libro El fin de la historia. La tesis de esta obra es bien conocida: el liberalismo y el capitalismo occidentales finalmente habían ganado su batalla contra los totalitarismos y diversos tradicionalismos. La superioridad intelectual de Occidente era abrumadora y, tarde o temprano, todo el mundo se adaptaría.

Pero la historia siempre da sorpresas. De hecho, nuestra democracia liberal está dando paso al populismo, a ese concepto que considera al pueblo no ya como una categoría sociológica, sino como una categoría moral. La lucha política, de acuerdo con la ideología populista, es entre las virtudes (que pertenecen al pueblo) y las no virtudes (que pertenecen al no pueblo) y el líder es el que logra encarnar el espíritu del pueblo. Por esta razón, el populismo rechaza la democracia representativa en favor de la democracia directa. Téngase en cuenta que incluso las variantes democráticas del populismo nunca han tenido éxito y se han convertido rápidamente en regímenes autoritarios. Piénsese en el caso reciente de Turquía, donde se están reevaluando los valores de las comunidades cerradas, aisladas y gobernadas por un hombre fuerte, o incluso en los casos de Polonia, Hungría o Rusia, donde el autoritarismo suave se combina con el nacionalismo. Hay que tomar nota de la siguiente asimetría: si bien el mercado no necesita a la democracia para expandirse y crecer, la democracia liberal necesita que el mercado se realice plenamente.

¿Cómo ha sucedido esto? El orden social del capitalismo occidental no tiene ahora una dirección porque ha erosionado sus cimientos. Es fácil darse cuenta de esto. La sociedad industrial tenía su base territorial nacional; no así la sociedad postindustrial en la que el mercado es mucho más amplio que la soberanía y la necesidad de seguridad domina la necesidad de libertad. Después de haber tolerado (más bien favorecido) en las últimas décadas la prevalencia de lo económico sobre lo político, del mercado sobre la democracia, nuestro mundo ahora está buscando un significado. La Plattform Kapitalismus, ‘capitalismo de plataformas’ —como la llaman los alemanes— no es lo suficientemente fuerte como para sostener un modelo de democracia como el liberal. Modelo que, lamentablemente, no ha logrado disolver el dilema de que por un lado queremos, como debe desear un liberal, que los individuos puedan ser impulsados a la acción por diferentes sistemas de motivación (algunos puramente interesados, otros recíprocos, otros aún prosociales), pero en el que por otro, la organización económica de la sociedad (la organización de los mercados; el sistema bancario; del trabajo dentro de la empresa; etc.) ha sido y continúa siendo forjada de tal manera que presupone partes interesadas e impulsa a la acción principalmente por motivaciones extrínsecas. Esta es la raíz de la ruptura de la alianza occidental entre capitalismo, bienestar y representación. Con esto, el principio de cooperación continúa siendo considerado como una excepción a la regla; se tolera, pero no se le otorga derecho de ciudadanía económica plena.

Una de las causas de lo que está sucediendo es el desvanecimiento en los lugares de alta cultura del principio de responsabilidad. La responsabilidad significa literalmente capacidad de respuesta, receptividad y esto indica que estamos tratando con una noción intrínsecamente relacional, porque postula constitutivamente la dimensión de la respuesta. El acto de responder, de hecho, se refiere necesariamente a la dualidad entre quien da y quien recibe la respuesta y su relación. Pero la responsabilidad, del latín res-pondus, también significa llevar el peso de las cosas, de las decisiones tomadas. No solo se responde «a», sino también «de». Si «responder a» significa reconocer el vínculo que otros forman y que nos hacen existir al menos en tanto que individualidad, «responder de» significa en cambio traer a la relación esa singularidad y diferencia que nos hace distintos de los demás (Zamagni, 2019). 

La interpretación tradicional de la responsabilidad se identifica con dar cuenta, razonando (responsabilidad) sobre lo que un sujeto, autónomo y libre, produce o pone en práctica. Por lo tanto, esta noción de responsabilidad postula la capacidad de un agente de ser la causa de sus acciones y, como tal, de estar obligado a «pagar» por las consecuencias negativas que se derivan de ellas. En la concepción tradicional, por lo tanto, la responsabilidad descansa enteramente en el vínculo entre un sujeto y su acción. Lo importante es determinar qué acciones me pertenecen y, por lo tanto, de qué acciones debo responder. Sin embargo, esta concepción aún predominante deja en la sombra lo que significa ser responsable. Decir, como a menudo escuchamos, que responder significa dar cuenta de las propias acciones, sería una mera tautología. Esta es una situación cuanto menos paradójica: estamos apelando cada vez más a la responsabilidad sin saber cuál es su contenido, su razón de ser.

Sin embargo, desde hace algún tiempo, ha empezado a tomar forma un sentido de responsabilidad que lo sitúa más allá del principio del libre albedrío y de la esfera de la subjetividad, para ponerlo en función de la vida y hallar un compromiso que lo una al mundo. Esto se da en el reconocimiento de que la responsabilidad tiene que ver con el tiempo. La rapidez del cambio nos obliga a tomar decisiones cuyas consecuencias nunca podremos calcular en su totalidad en tiempo real. Por un lado, la responsabilidad requiere hoy plantear el problema de las restricciones a las que estarán expuestas con el tiempo las decisiones que tomamos para continuar siendo efectivas. Por otro lado, es necesario desarrollar habilidades que faciliten el uso de los recursos disponibles. Por lo tanto, la capacidad de respuesta no solo puede referirse a la inmediatez de las circunstancias actuales, sino que debe incluir aquellas dimensiones temporales que aseguren cierta continuidad de la respuesta misma. Por eso la experiencia de la responsabilidad no puede terminar en una simple rendición de cuentas. La afirmación de Martin Luther King de que «puede no ser responsable de la situación en la que se encuentra, pero lo será si no hace nada para cambiarla», fue justamente famosa. 

Un aspecto inquietante, aunque no el único, de la globalización y las tecnologías digitales es el anonimato de sus protagonistas y los efectos a largo plazo de sus operaciones. La decisión tomada en un lugar determinado o en una ubicación comercial determinada tiende a tener repercusiones de gran alcance. Las causas están muy alejadas de sus efectos. No solo eso, sino que, con frecuencia, estos efectos se generan por una pluralidad de microacciones que se suman de tal manera que no es posible atribuir la totalidad de los efectos producidos al individuo que participa en la acción conjunta. Esto es lo que sucede en los casos de «tiranía de pequeñas decisiones». La tiranía se da cada vez que una serie de decisiones, singularmente racionales y legalmente lícitas, de tamaño modesto y de corta duración, tomadas de forma acumulativa, dan como resultado un resultado subóptimo y moralmente inaceptable porque conduce a malas consecuencias «inocentes». 

No hace falta decir que, en tales casos, la mano invisible del mercado termina operando de manera perversa, porque la serie de decisiones individualmente racionales cambia en sentido negativo el contexto en el que se realizarán las elecciones posteriores, hasta el punto de que las alternativas que hubieran sido deseables se destruyen irreversiblemente. En estas condiciones, el modelo individualista tradicional de responsabilidad basado en la culpa ya no es aplicable, hasta el punto de que hay quienes desearían prescindir completamente de él. Pero esto sería un poderoso non sequitur lógico, por la sencilla razón de que incluso si los actores reales de los macroprocesos fueran a menudo desconocidos o invisibles, esto no implicaría que no existiesen. Precisamente porque nos ha hecho más interdependientes, mejor informados, más capaces de crear formas de ayuda mutua, la globalización requiere formas de responsabilidad nuevas y más sólidas por parte de los actores. La responsabilidad tiende a transformarse en corresponsabilidad, que no debe entenderse como la suma de las responsabilidades individuales, sino que requiere que los agentes económicos se consideren miembros de una comunidad de cooperación de extensión global.

Nos enfrentamos así a una de las muchas paradojas de la globalización, que mientras amplía el área de responsabilidad personal, al mismo tiempo facilita la irresponsabilidad mutua. Esto se debe a que la globalización ha hecho que las cadenas causales sean mucho más largas que antes y, por lo tanto, los participantes en el mercado global se niegan a asumir la responsabilidad personal de los resultados colectivos, eligiendo esconderse detrás del anonimato grupal.

Es sin duda el fenómeno de la cuarta revolución industrial lo que constituye, en este tiempo nuestro, una de las ocasiones más urgentes para repensar e implementar la versión sólida del principio de responsabilidad. Se sabe que la rápida difusión de las llamadas tecnologías convergentes, las que resultan de la combinación sinérgica de la nanotecnología, la biotecnología, las tecnologías de la información y las ciencias cognitivas (con su acrónimo NBIC), está cambiando radicalmente no solo el modo de producción heredado de la sociedad industrial sino también las relaciones sociales y la matriz cultural de la propia sociedad. Todavía no sabemos cómo las nuevas tecnologías digitales y la cultura que las gobierna cambiarán la esencia del capitalismo en el futuro cercano. Sin embargo, sabemos que está en curso una segunda «gran transformación» del tipo polanyano que traerá consecuencias de largo alcance en el significado mismo del trabajo humano, así como en la destrucción y creación de empleos; sobre la separación entre mercado y democracia que se ha dado durante los últimos treinta años en la ola de la exaltación de la idea de que era posible expandir el área de mercado independientemente del fortalecimiento simultáneo del principio democrático; sobre el impacto de la Inteligencia Artificial (IA) para el éxito del proyecto transhumanista, un término acuñado hace décadas por Julien Huxley.

La promesa de una mejora tanto del hombre como de la sociedad, que proviene de las tecnologías convergentes del grupo NBIC, da cuenta de la atención extraordinaria que la tecnociencia está recibiendo en una multitud de áreas, desde la ética hasta la científica, desde la económica hasta la política. Lo que está en juego no es solo la mejora de las capacidades cognitivas del hombre o la mejora de las formas de controlar la información y su uso con fines productivos, sino también la mecanización del hombre y, al mismo tiempo, la antropomorfización de máquina. Por lo tanto, se puede entender por qué, frente a tales escenarios, la noción de responsabilidad como imputabilidad no es suficiente para guiar la acción de aquellos que toman decisiones, ya sean públicos o privados. Más bien es necesario aplicarse personalmente para traducir la noción de responsabilidad en cómo cuidar, tal y como escribió don Lorenzo Milani a la entrada de su Scuola Barbiana: «I care».

Tomar nota de que el capitalismo hoy corre el riesgo de parálisis o, peor aún, de colapso, porque se ha vuelto más capitalista de lo que es útil, es el primer paso para comenzar un proyecto creíble de transformación del modelo actual de orden social.

 

 

¿Cómo superar los mecanismos que generan desigualdad?

 

La urgencia de intervenir en los mecanismos de funcionamiento del mercado global para reducir las desigualdades siempre ha sido la principal preocupación del trabajo científico de Anthony Atkinson, el famoso economista de Oxford recientemente fallecido. En su último libro, Desigualdad, Atkinson presenta quince propuestas concretas que pueden discutirse, pero no pueden ignorarse. Distinguiendo entre las políticas predistributivas —aquellas que actúan sobre las dotaciones de los individuos y las oportunidades de vida—, y las redistributivas —las que cambian las reglas prevalecientes del juego— Atkinson sugiere cambiar los sistemas tributarios en un sentido progresivo para combatir la evasión fiscal a través del cierre de paraísos fiscales para implementar planes de inversión específicos (y no genéricos) en capital humano, para adoptar un salario mínimo acorde con la decencia humana, para insertar una cláusula de distribución específica en la legislación sobre las normas de competencia, para intervenir en las cuestiones hereditarias, para corregir la transmisión intergeneracional de desigualdades y otras.

Una propuesta muy reciente que está generando mucho debate es la de los estadounidenses Posner y Weyl (2018). Su punto de partida es el reconocimiento de que el aumento de las desigualdades representa hoy la amenaza más grave para la sostenibilidad de la economía del mercado capitalista. Este aumento no es el precio que debe pagarse para garantizar una economía dinámica, como dice el pensamiento neoliberal, argumentando quel en el transcurso de los últimos treinta años se ha manifestado un nuevo fenómeno, nunca visto, que denominan stagnequality: un crecimiento menor (y más incierto) que se acompaña de una mayor desigualdad. Este es un fenómeno completamente simétrico al de la stagflation de las décadas de 1960 y 1970, cuando el estancamiento de la economía se asoció al aumento de la inflación. El programa neoliberal despegó de la mano de la administración Reagan en los Estados Unidos y de Margaret Thatcher en Inglaterra. Hoy sabemos que la promesa de tolerar un poco más de desigualdad para lograr un mayor crecimiento no solo no se ha cumplido, sino que incluso ha agravado la perspectiva de crecimiento. 

La propuesta verdaderamente original de Posner y Weyl es trasladar los impuestos de las actividades laborales y de producción a varias formas de propiedad, bienes raíces, finanzas u otros. Cada ciudadano es libre de establecer el valor de lo que posee bajo la condición de aceptar vender (o alquilar) su activo si recibe una oferta superior a la evaluación indicada por él. De esta manera, el ciudadano no tiene incentivo alguno para declarar valores demasiado bajos (y por causa), pero tampoco tienen valores excesivamente altos para no tener que pagar impuestos elevados. En el fondo de la propuesta hay básicamente un intento de comenzar una evolución del capitalismo a partir de una transformación gradual de los derechos de propiedad vistos como una antecámara del monopolio. De hecho, Adam Smith (1776) ya había observado que la forma más indolora para una empresa de aumentar sus ganancias no era innovar y esforzarse en reducir los costes de producción, sino más bien firmar acuerdos anticompetitivos con otras empresas para aumentar su poder de mercado. Por esta razón, las leyes antimonopolio se introdujeron a fines del siglo XIX, siendo la primera la famosa Ley Sherman de 1891 en los Estados Unidos. Con el advenimiento de la globalización, las capacidades efectivas de control de las distintas autoridades disminuye considerablemente —como es sabido— y hoy las compañías de alta tecnología han encontrado otras maneras de obtener ganancias monopolísticas para que los organismos de supervisión no puedan interferir. Actualmente, estudiosos como J. Stiglitz, R. Reich, D. Rodrik y think tanks como Boston Consulting Group, Handerson Institute, The Economist o The Financial Times, están trabajando para arrojar luz sobre la peligrosa concentración de riqueza en manos de oligopolios, a menudo sin escrúpulos éticos. El peligro no es solo de naturaleza económica, sino que se refiere también al destino de la democracia, ya que quien controla los medios también acaba —como recuerda Von Hayek—, determinando los fines. Es la historia la que nos enseña que la hegemonía económica siempre se traduce, tarde o temprano, en hegemonía cultural y política. 

En su monumental nuevo ensayo, Capital and Ideology, Thomas Piketty (2019) presenta propuestas igualmente radicales que sugieren una intervención sobre todo en el capital y en la propiedad de los recursos naturales, así como en el conocimiento. El ejemplo que tiene en cuenta el economista francés es el de Rusia. En un país donde se prohibió la propiedad privada, todos los recursos naturales están ahora bajo el control de diez oligarcas. En este país no hay impuesto de transmisión patrimonial, mientras que hay un impuesto fijo del 13 % sobre los ingresos para todos. Tampoco en China hay impuestos de transmisión patrimonial, mientras que en Corea del Sur y Taiwán el mismo impuesto se eleva al 50 %. En el Reino Unido, desde el periodo de posguerra en adelante, gracias a una imposición del 80 % de los activos sobre la transmisión del patrimonio, se ha producido una redistribución de la propiedad de la tierra. 

Por último, pero no menos importante, me gustaría mencionar otra estrategia destinada a abordar el aumento de las desigualdades. Sin desmerecer la relevancia de las numerosas propuestas hechas hasta ahora —y para las que remito al trabajo recientemente editado por Alvaredo, Chancel, Piketty y Saez, World Inequality Report— soy de la idea de que es necesario poner el foco de atención en la dimensión ética del fenómeno en cuestión. Platón capta claramente el vínculo entre desigualdad y conflicto cuando escribe: «Creemos que, si un Estado tiene la intención de evitar la mayor plaga, es decir, la guerra civil y la desintegración civil, la pobreza extrema y la riqueza extrema no deben ser toleradas en ninguna parte del cuerpo político, porque ambos conducen a estos desastres». Aristóteles se hace eco cuando recomienda tener cuidado de no caer en dos famosas trampas: «Pensar que si las personas son iguales en algo entonces deben ser iguales en todo, o pensar que si no son desiguales en algo entonces merecen lugares desiguales de todo».

Interpreto estos pensamientos antiguos (y por lo tanto siempre actuales) al invocar la distinción entre derechos humanos positivos (derechos sociales y económicos) y derechos humanos negativos (derechos civiles y políticos). La distinción es extremadamente importante. De hecho, si bien los derechos negativos postulan un respeto que se expresa en un reconocimiento que no implica la necesidad de ningún coste, el respeto a los derechos positivos (piénsese en la protección del trabajo, los salarios justos, el acceso a bienes fundamentales, etc.) siempre requiere una redistribución de recursos o incurrir en costes para la comunidad. Dicho de otra manera, los derechos civiles y políticos ya son ejecutables y, en caso de violación, siempre se puede recurrir al juez que proveerá. No así los derechos sociales, porque su satisfacción pasa por una obligación de desempeño para la entidad pública y este desempeño, que es costoso, debe lidiar con la restricción de recursos. La decisión relativa pertenece claramente a la dimensión de la política. Nunca hay que olvidar que las desigualdades, mientras restringen el espacio de los derechos positivos, dejan el espacio de los derechos negativos sin cambio (uniones civiles, libertad religiosa, eutanasia, libertad de expresión y más). Hago la observación de que la distinción trazada ayuda a comprender por qué, durante las últimas décadas, en los países del Occidente avanzado incluso las fuerzas políticas de izquierda, cuyo papel debería ser la defensa de los derechos sociales y económicos, terminaron privilegiando los derechos civiles.

La Carta Constitucional italiana dedica 18 artículos a la afirmación de los derechos humanos positivos. En este sentido se puede decir que se encuentra entre los más avanzados del mundo, pero dado que estos requieren un suministro de recursos para su actualización, terminan siendo una variable dependiente de la disponibilidad de los mismos. Por ello, si realmente se desea tener razón en el crecimiento de las desigualdades, se debe intervenir de manera que los diversos programas políticos se preparen y se sometan a la evaluación de los ciudadanos. Primero debemos indicar la cantidad de recursos necesarios para satisfacer aquellos derechos humanos positivos que se consideran prioridades en la escala de valores sociales. De lo contrario, continuaremos en el juego estéril e hipócrita de aquellos que están acostumbrados a llorar por lo que se les da para determinar o proponer las medidas habituales típicas de un conservadurismo compasivo. Cabe señalar que esta es la esencia del principio democrático, que nunca debe identificarse con el principio de la mayoría, dado que la mayoría puede convertirse en un tirano contra los principios no disponibles, como ya demostró Sen en su famoso ensayo de 1970. Nos ayuda a comprender el alcance del argumento recordar que, en el derecho romano y en el medieval, el principio de subsidiariedad encontró su fundamento en la consideración de que quod omnes tangit, ab omnibus comprobetur (‘lo que afecta a todos, por todos debe ser aprobado’). 

En el frente estrictamente científico, un movimiento útil para abordar adecuadamente el punto crucial de las desigualdades es introducir la noción de desigualdad social en el debate político, así como en la investigación. De hecho, si bien es común hablar de desigualdad de ingresos, riqueza, género, salud, condición étnica, etc., no se puede decir lo mismo de la desigualdad de capacidades, en el sentido de las «capacidades» de Sen. El punto importante es que el logro del potencial completo de una persona depende tanto de tener acceso a valores 

—ingresos, educación, atención médica, etc.— como de la posibilidad de lograr estos resultados en el futuro. Por eso no es suficiente tener en cuenta las disparidades actuales; también deben considerarse aquellas que puedan darse en el futuro. En su valioso ¿Qué es la desigualdad social y por qué es importante?, Binelli et al. (2007) definen la desigualdad social en términos de índice que pueda capturar las disparidades actuales y futuras con respecto a tres dimensiones principales: ingreso, educación y salud. 

 

En lugar de una conclusión, un aplazamiento

 

Cuando nos enfrentamos a temas como el que se aborda aquí, se llegan a entender los serios límites del individualismo libertario como la base antropológica de la matriz cultural que prevalece hoy, especialmente en Occidente. Como sabemos, el individualismo es la posición filosófica según la cual el individuo atribuye valor a las cosas y a las relaciones interpersonales. Y siempre es el individuo quien decide qué es bueno y qué es malo, lo que es legal e ilegal. Dicho de otra manera, todo aquello a lo que el individuo atribuye valor es bueno. No hay valores objetivos para el individualismo axiológico, solo valores subjetivos o preferencias legítimas. En su ensayo Individualmente insieme, Bauman aclara que «el hecho de concebir a los propios miembros como individuos [y no como personas] es el sello distintivo de la sociedad moderna» (2008, p. 29). La individualización, continúa Bauman, «consiste en transformar la identidad humana de algo dado a una tarea y en atribuir responsabilidad a los actores en relación con la realización de esta tarea y las consecuencias de sus acciones» (Bauman, 2008, p. 31). Así pues, la tesis de Bauman es que «la individualización garantiza a un número cada vez mayor de hombres y mujeres una libertad de experimentación sin precedentes, pero también trae consigo la tarea sin precedentes de hacer frente a sus consecuencias». Por lo tanto, la brecha cada vez mayor entre el «derecho a la autoafirmación», por un lado, y la «capacidad de controlar los contextos sociales» en los que debería tener lugar esta autorrealización «parece ser la principal contradicción de la segunda modernidad». En esencia, la aporía del individualismo está en la creencia de que podemos avanzar en la lucha contra la desigualdad al aceptar la premisa de que debemos actuar etsi communitas non daretur.

Por otro lado, el liberalismo libertario es la tesis según la cual, para encontrar la libertad y la responsabilidad individual, es necesario recurrir a la idea de autocausalidad. Por ejemplo, Strawson, entre muchos otros, en su ensayo «Free Agents» (2012), sostiene que solo el agente autocausado o autocreado o, en sus palabras, causa sui, casi como si fuera Dios, es completamente libre. Ahora se puede entender que el eslogan de esta era podría haber surgido de la unión entre el individualismo y el libertarismo, es decir, del individualismo libertario: volo ergo sum, es decir, ‘soy lo que quiero’. La radicalización del individualismo en términos libertarios y, por lo tanto, antisociales, ha llevado a la conclusión de que cada individuo tiene «derecho» a expandirse tanto como le permita su poder. La libertad entendida como liberación de todo vínculo es la idea dominante hoy en día en los círculos culturales. Como limitarían la libertad, es necesario disolver los lazos. Al equiparar erróneamente el concepto de lazo con el de vínculo, se confunde el condicionamiento de la libertad —los vínculos— con las condiciones de libertad —el lazo—. Consideremos la diferencia. Si bien la libertad de los modernos era básicamente política (la posibilidad de ser dueños de las condiciones materiales y sociales de la propia existencia), la libertad individualista de los posmodernos es la reivindicación del derecho individual de hacer lo que sea técnicamente posible. Disfrutamos de una gran cantidad de estas libertades, pero ya no tenemos la libertad de afectar concretamente lo que Marx llamó las condiciones sociales y materiales de la sociedad en la que vivimos. Y esto se debe a que el individualismo libertario no conceptualiza la libertad de los sujetos quae sine invicem esse non possunt (‘que no se puede dar sin reciprocidad’). Si uno admite que la persona es una entidad en una relación ontológica con otra, el individualismo libertario pierde su fundamento.

Este es un aspecto que Michel Foucault ha captado con rara perspicacia cuando, ante el problema del acceso a la verdad, se pregunta si es cierto que hoy vivimos en una época en la que el mercado se ha convertido en un «lugar de verdad» donde la vida de los sujetos está subsumida por la eficiencia económica y donde todavía es el mercado el que hace que el gobierno «sea un buen gobierno» y que deba funcionar de acuerdo con ese lugar de verificación: 

El mercado debe decir la verdad y debe hacerlo en relación con la práctica del gobierno. Es su función de verificación la que, de ahora en adelante, y de manera claramente indirecta, le llevará a ordenar, dictar, prescribir los mecanismos jurisdiccionales, en cuya presencia o ausencia el mercado tendrá que articularse (Foucault, 2004, p. 43).

Es interesante que hasta Taplin, uno de los protagonistas de la revolución digital, escribiera:

Los libertarios que controlan algunas de las principales empresas de Internet no creen en absoluto en la democracia. Los hombres que lideran estos monopolios creen en una oligarquía en la que solo los más brillantes y ricos logran determinar nuestro futuro (Taplin, 2017, p. 3).

La pregunta que surge naturalmente es: ¿dónde rastrear el origen de la difusión de la cultura individualista-libertaria como un incendio forestal? Para responder, es útil recordar que el término individuum nació en el contexto de la filosofía de la escuela medieval y es un calco del átomos griego (Severino Boecio define a la persona como naturae relationalis individuua substantia). Pero es a finales del siglo XVIII cuando la visión civil de la economía desaparece tanto de la investigación científica como del debate político-cultural, cuando el individualismo comienza a emparejarse con el libertarismo. Hay varias y diferentes razones para este injerto. Simplemente indicaré las dos más relevantes. Por un lado, la difusión en los círculos de la alta cultura europea de la filosofía utilitaria de Jeremy Bentham, cuyo trabajo principal, que se remonta a 1789, necesitará varias décadas antes de ingresar, en una posición hegemónica, en el discurso económico. Es con la moral utilitaria, no con la ética protestante —como algunos siguen considerando— que la antropología hiperminimalista del homo oeconomicus (y con ella la metodología del atomismo social) se afianza en la ciencia económica. El siguiente pasaje de Bentham es notable por su claridad y profundidad de significado: «La comunidad es un cuerpo ficticio compuesto de sujetos individuales que se consideran como si fueran sus miembros. ¿Qué es el interés de la comunidad? La suma de los intereses de los diversos miembros que la componen».

Por otro lado, la plena afirmación de la sociedad industrial, tras la primera revolución industrial. La sociedad industrial es aquella que produce mercancías. La máquina predomina en todas partes y marca los ritmos de la vida con su cadencia mecánica. La energía sustituye en gran medida la fuerza muscular y explica las enormes ganancias de productividad, que a su vez van de la mano con la producción en masa. La energía y la máquina transforman la naturaleza del trabajo: las habilidades personales se dividen en componentes básicos. De ahí la necesidad de coordinación y organización. Así, se presenta un mundo en el que los hombres se visualizan como «cosas» porque es más fácil coordinar «cosas» que hombres, y en el que la persona se separa del papel que desempeña. Las organizaciones, in primis las empresas, se ocupan no tanto de personas como de roles. Y esto ocurre no solo dentro de la fábrica, sino en toda la sociedad. Aquí radica el significado profundo de la teoría de Ford como un intento (exitoso) de teorizar y traducir este modelo de orden social en la práctica. La afirmación de la «línea de montaje» encuentra su correlación en la difusión del consumismo; de ahí la esquizofrenia típica de los «tiempos modernos»: por un lado, la pérdida del sentido del trabajo (la alienación debida a la despersonalización de la figura del trabajador) se exacerba; por otro, como compensación, el consumo se hace opulento. El pensamiento marxista y sus articulaciones políticas durante el siglo XX se esforzarán, con éxitos alternativos pero modestos, en ofrecer formas de salir de ese modelo de sociedad.

Estas dos razones, muy diferentes en términos de suposiciones filosóficas y consecuencias políticas, terminaron generando a nivel económico un resultado quizás inesperado: la afirmación de una idea del mercado antitética a la de la tradición del pensamiento de la economía civil. Esta idea ve el mercado como una institución basada en una doble regla: la impersonalidad de las relaciones de intercambio (cuanto menos conozca a mi contraparte, mayor será mi ventaja, ¡porque el negocio es mejor hacerlo con extraños!); la motivación exclusivamente autointeresada de quienes participan, con quienes los «sentimientos morales» como la simpatía, la reciprocidad, la fraternidad, etc., no juegan un papel importante en el ámbito del mercado. Así, la expansión progresiva y majestuosa de las relaciones de mercado en el último siglo y medio terminó fortaleciendo esa interpretación pesimista del carácter de los seres humanos que ya había sido teorizada por Hobbes y Mandeville, según la cual solo las duras leyes del mercado podrían domar sus impulsos perversos y anarquistas. La visión caricaturesca de la naturaleza humana que así se ha impuesto ha contribuido a acreditar un doble error: que la esfera del mercado coincide con la del egoísmo, lugar donde todos persiguen sus intereses individuales en el mejor de los casos, y, simétricamente, que la esfera del Estado coincide con la de la solidaridad, es decir, la búsqueda de intereses colectivos. Sobre esta base se construyó el conocido modelo dicotómico de Estado-mercado: un modelo mediante el cual el Estado se identifica con la esfera pública y el mercado con la esfera privada.

¿Qué componente de nuestra infraestructura conceptual debe cambiar para ir más allá de la concepción individualista-libertaria que ahora está desenfrenada? En primer lugar, es necesario abandonar ese pesimismo antropológico que se remonta a Guicciardini y Maquiavelo, atraviesa Hobbes y Mandeville y llega hasta la moderna sistematización del mainstream económico. Por este llegamos a la suposición de que los seres humanos son individuos demasiado oportunistas e interesados para pensar que pueden tener en cuenta, en sus acciones, categorías tales como sentimientos morales, reciprocidad, bien común, etc. B. Mandeville escribió: 

Creo que he demostrado que ni las cualidades amistosas ni los afectos amables que son naturales en el hombre ni las virtudes que él es capaz de adquirir... son los fundamentos de la sociedad. En cambio, son lo que llamamos maldad en el mundo. Este es el gran principio que nos hace criaturas sociales, la base sólida, la vida y el apoyo de todas las empresas y ocupaciones, sin excepción (Mandeville, 1714).

Sobre este cinismo antropológico —fundado en una suposición y no en hallazgos extraídos del mundo real— se construyó el imponente edificio del self-interest, que sigue siendo el paradigma dominante en la economía. Está claro, o ese debería ser el resultado de una reflexión cuidadosa, que, dentro del horizonte del homo oeconomicus, no puede haber espacio para resolver los dilemas éticos generados por las tecnologías convergentes. De hecho, para esta perspectiva del discurso, el ser humano es un ser unidimensional, capaz de moverse para lograr un solo propósito. Las otras dimensiones, desde la política hasta la social, emocional o religiosa, deben mantenerse estrictamente a un lado o, a lo sumo, contribuir a componer el sistema de restricciones bajo el cual debe maximizarse la función objetiva de los agentes. La categoría de lo «común» tiene dos dimensiones: ser en común y aquello que tenemos en común. No hay nadie que no vea que, para resolver el problema de lo que tenemos en común, es necesario que los sujetos involucrados reconozcan su ser en común.

Claramente, tal concepción tendría sentido si fuera cierto que todos (o la mayoría) de los individuos son sujetos interesados y no asociales. Pero la evidencia objetiva y ahora frecuente, basada tanto en experimentos de laboratorio como en investigaciones empíricas, nos informa de que este no es el caso, porque el número de personas que muestran comportamientos prosociales es mayoritario (por ejemplo, se sacrifican para lograr fines colectivos) y no son autointeresados (por ejemplo, practican sistemáticamente el regalo). Por eso Lynn Stout (2011) decide firmemente considerar la idea de conciencia en teoría del derecho, de esa fuerza interior que inspira comportamientos prosociales y no egoístas. Conceptualizar la ley como una suerte de sistema de precios que cobra daños debido a las negligencias y el incumplimiento de los términos contractuales tiene el efecto ciertamente negativo de aumentar el coste de la conciencia. Enseñar el egoísmo es una profecía autocumplida.

Sabemos que los rasgos de comportamiento observados en la realidad (prosociales, asociales, antisociales) están presentes en todas partes en las sociedades. Lo que cambia de una sociedad a otra es su combinación: en algunas fases históricas prevalecen los comportamientos antisociales o asociales, en otras comportamientos prosociales con resultados de progreso económico y civil que son fáciles de imaginar. Surge la pregunta: ¿de qué depende que, en una sociedad dada, en un periodo histórico dado, prevalezca la composición orgánica de los rasgos de comportamiento de uno u otro tipo? Un factor decisivo, aunque no el único, es la forma en la que se articula el sistema legislativo. Si el legislador, adoptando una antropología de estilo hobbesiano, elabora reglas que imponen sanciones y castigos a todos los ciudadanos para garantizar la prevención de actos ilegales por parte de las personas antisociales, es evidente que los ciudadanos prosociales (y los no sociales), que ciertamente no necesitarían esos elementos de disuasión, no podrán asumir el coste y, por lo tanto, aunque tengan una mente abierta, tenderán a modificar endógenamente su sistema de motivación. Como escribe Lynn Stout (2011), si se quiere que las personas buenas aumenten, no hay que tentarlas para que sean malas.

Este es el llamado mecanismo de crowding out (desplazamiento): las leyes de cuño hobbesiano tienden a aumentar el porcentaje de motivaciones extrínsecas en la población y, por lo tanto, a amplificar la difusión de comportamientos antisociales. Precisamente porque no están tan preocupados por el cumplimiento de las normas, las personas antisociales siempre tratarán de evadirlas de varias maneras (véase lo que sucede con la evasión y elusión fiscales). A la luz de lo anterior, ahora podemos entender cómo y dónde intervenir si queremos acelerar el tiempo para avanzar en las prácticas que contrarresten la propagación de comportamientos individualistas. Mientras pensemos en lo económico como en un tipo de acción cuya lógica solo puede ser la del homo oeconomicus, está claro que nunca llegaremos a admitir que puede haber una forma civilizada de administrar la economía. Pero esto depende de la teoría, es decir, de las gafas con las que se analiza la realidad y no de la realidad misma. Un análisis original y generalizado de cómo las leyes crean riqueza y desigualdad al mismo tiempo es el de Katharina Pistor (2019), donde podemos leer:

La ley es una herramienta poderosa para el orden social y, si se usa sabiamente, tiene capacidad para servir a una amplia gama de objetivos sociales. En cambio, el aparato de las leyes se ha puesto [en el último medio siglo] firmemente al servicio del capital (Pistor, 2019, p. 19).

Un segundo factor que fomenta el comportamiento prosocial y, por lo tanto, favorece la generación de bienes relacionales, es la recuperación completa del principio de fraternidad. Es un gran mérito de la cultura europea haber podido declinar, tanto en términos institucionales como económicos, el principio de fraternidad, convirtiéndolo en una piedra angular del orden social. La escuela de pensamiento franciscana le dio a este término el significado que ha conservado con el tiempo. Hay páginas de la Regla de Francisco que ayudan a comprender el sentido propio del principio de fraternidad: constituir al mismo tiempo el complemento y la superación del principio de solidaridad. De hecho, si bien la solidaridad es el principio de organización social que permite que los desiguales se vuelvan iguales, el principio de fraternidad es el principio de organización social que permite que los iguales sean diferentes. La fraternidad permite que las personas, iguales en su dignidad y derechos fundamentales, expresen su plan de vida o su carisma de manera diferente. Las épocas que hemos dejado atrás —el siglo XIX y especialmente el siglo XX— se han caracterizado por grandes batallas, tanto culturales como políticas, en nombre de la solidaridad que ha resultado beneficiosa. Piénsese en la historia del movimiento sindical y en la lucha por la conquista de los derechos civiles. El punto es que la buena sociedad no puede satisfacerse con el horizonte de la solidaridad, porque una sociedad que fuera solo solidaria, y no también fraterna, sería una sociedad de la que todos tratarían de escapar. El hecho es que, si bien la sociedad fraterna es también una sociedad solidaria, lo contrario no es cierto.

No solo eso, sino que, donde no hay gratuidad, no puede haber esperanza. De hecho, la gratuidad no es una virtud ética, como lo es la justicia. Se refiere a la dimensión ética de la acción humana; su lógica es la de la sobreabundancia. La lógica de la justicia, por otro lado, es la de equivalencia, como ya enseñó Aristóteles. Comprendamos entonces por qué la esperanza no puede anclarse en la justicia. En una sociedad solo perfectamente justa no habría lugar para la esperanza. ¿Qué pueden esperar sus ciudadanos? No es así en una sociedad donde el principio de fraternidad hubiera logrado arraigar de manera profunda, precisamente porque la esperanza se nutre de la abundancia.

Habiendo olvidado que una sociedad en la que se extingue el sentido de fraternidad y en la que todo se reduce por un lado a la mejora de las transacciones basadas en el intercambio de cosas equivalentes y, por otro, al aumento de las transferencias realizadas por las estructuras de bienestar público, nos damos cuenta de por qué, a pesar de la calidad de las fuerzas intelectuales en el terreno, todavía no hemos alcanzado una solución creíble para este trade-off. La sociedad en la que se disuelve el principio de fraternidad es incapaz de futuro; no hay felicidad en esa sociedad donde solo hay «dar a cambio de tener» o «dar por deber». Por eso, ni la visión liberal-individualista del mundo —en la que todo (o casi) es intercambio— ni la visión «estadocentrista» de la sociedad —en la que todo (o casi) es sentido del deber—, son guías seguras para sacarnos de la aridez de la segunda gran transformación de tipo polanyiano que está sometiendo a una dura prueba la estabilidad de nuestro modelo de civilización.

El desafío que, con la extraordinaria iniciativa de Asís, el papa Francisco lanza a académicos, empresarios y responsables políticos es trabajar con valentía para encontrar formas, que ciertamente existen, de ir más allá, para transformar desde dentro el modelo de economía de mercado que se ha consolidado en los últimos cuarenta años. El objetivo es pedirle al mercado no solo que siga produciendo riqueza y que garantice un desarrollo sostenible, sino que además se ponga al servicio de un desarrollo humano integral, es decir, un desarrollo que tienda a mantener en armonía tres dimensiones: la material, la sociorrelacional y la espiritual. El mercado «acivil», si bien asegura el progreso en la primera dimensión, la del crecimiento (y el Papa lo reconoce explícitamente), en realidad no mejora las cosas si se compara con las otras dos dimensiones. Piénsese en el preocupante aumento de los costes sociales del crecimiento. En el altar de la eficiencia, erigido como un nuevo ídolo de la segunda modernidad, se han sacrificado valores no negociables como la democracia (sustantiva), la justicia distributiva, la libertad positiva, la sostenibilidad ecológica y otros. Pero hay que tener cuidado en no equivocarse: el mercado «privilegiado» es ciertamente compatible con la justicia conmutativa y la libertad negativa (la libertad de actuar), pero no con la justicia distributiva ni con la libertad positiva (libertad de lograr). Del mismo modo, mientras que el mercado «privilegiado» puede «ir de la mano» —como ha sucedido— con estructuras políticas dictatoriales, no puede hacerlo el mercado civil. 

El papa Francisco no niega en absoluto que haya valores que incluso el mercado «privilegiado» deba tener en cuenta. Piénsese en valores como la honestidad, la lealtad, la confianza, la integridad. Se admite que estos son supuestos necesarios sin los cuales el mercado no podría funcionar bien: sin la confianza mutua, por ejemplo, la eficiencia entre los agentes económicos nunca se podría lograr. Y así sucesivamente. Pero estos son supuestos precisos que ya deben estar presentes en la sociedad para que el mercado comience a operar; en cualquier caso, no es el mercado quien tiene que regenerarse: el Estado y la sociedad civil deberían encargarse de ello. No es difícil revelar la ingenuidad de semejante línea argumentativa. De hecho, los resultados que surgen del proceso económico podrían terminar erosionando esa base de valores en la que se encuentra el mercado. Por ejemplo, si los resultados del mercado no satisfacen ningún criterio de justicia distributiva, ¿podemos creer que el stock de confianza y honestidad permanece sin cambios con el tiempo? ¿Cómo podemos pensar que los agentes económicos pueden confiar entre sí y cumplir los compromisos contractuales si saben que el resultado final del juego económico es manifiestamente injusto? De la misma manera, ¿se puede considerar que los remedios del tipo compasivo de filantropía estatal o privada pueden «compensar» la pérdida de autoestima y la ofensa a la dignidad personal de aquellos que son expulsados del proceso de producción porque se juzga que son ineficientes?

El punto que tiende a ocultarse es que el mercado no es un orden éticamente neutral cuyos resultados, si se consideran inaceptables de acuerdo con algún estándar moral, siempre pueden ser corregidos post-factum por el Estado (o una agencia pública). Cabe señalar que es precisamente esta posición la que ha legitimado el conocido modelo dicotómico del orden social, en virtud del cual el Estado se identifica con el lugar de la solidaridad y el mercado con el lugar de lo privado, cuyo único propósito es el de obtener la máxima eficiencia. Que ese modelo ya no es sostenible es algo que todos conocen. La economía de mercado actual postula ex ante la igualdad entre quienes pretenden participar en ella, pero genera desigualdades de resultados ex post. Y cuando la igualdad en el ser difiere demasiado de la igualdad en el tener, es la razón misma del mercado la que se cuestiona. Este es el sentido preciso con el que se debe interpretar la advertencia del papa Francisco: si se quiere «salvar» el orden del mercado, debe convertirse en una institución económica que tienda a ser inclusiva. La prosperidad inclusiva es el objetivo que hay que tener en cuenta. ¿Por qué es tan importante insistir en la inclusión hoy? Porque, aunque parezca paradójico, las áreas de exclusión están aumentando preocupantemente en nuestras sociedades. El capitalismo es una, pero hay muchas variedades de capitalismo. Y las variedades dependen de las matrices culturales que prevalecen en los diferentes períodos históricos. Por lo tanto, no hay nada irreversible en el capitalismo. El «economista civil» ciertamente no condena la riqueza como tal; tampoco habla a favor del pauperismo. Al contrario. Más bien quiere discutir las formas en que se genera la riqueza y los criterios sobre los cuales se distribuye entre los miembros del consorcio humano. Y el juicio sobre formas y criterios no es de naturaleza técnica. Por ejemplo, el economista civil es incapaz de aceptar la versión del darwinismo social, que se ha reactivado estos días con la difusión generalizada del principio meritocrático, confundido torpemente con el principio de la «meritoriedad» 

—eficazmente representado por el dístico schumpeteriano de la «destrucción creativa»—, porque esta versión reduce las relaciones económicas entre las personas a relaciones entre cosas y, esta última, a bienes. 

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