Expirado
Cultura

Doctorado “Honoris Causa” para Juan José Almagro

Lo otorgó la Universidad Pontificia de Salamanca. En la foto, con la Rectora, Mirian Cortés. Esta es su lección magistral:

Recibo con inmensa gratitud y gozo compartido este honor que hoy se me dispensa. Lo recibo además con profunda humildad porque sería una gran necedad no sentirlo así: estamos en la Universidad Pontificia, heredera de tantos saberes, y en Salamanca, en esta hermosísima Ciudad en la que han enseñado mentes extraordinarias que, en distintos siglos, han iluminado el mundo con sus ideas. Mis escasos méritos se diluyen y desaparecen cuando recuerdo a don Miguel de Unamuno, al maestro Francisco de Vitoria, a su discípulo, Melchor Cano, a Domingo de Soto y a toda la Escuela de Salamanca que, además de influyente, fue tan determinante en la historia de España y de Europa.

Hoy –lo sabemos todos– estamos viviendo uno de los cambios más grandes de la historia humana: la globalización en un mundo digital. Un cambio de época y un proceso repleto de interrogantes e incertidumbres. El futuro de los seres humanos está siempre lleno de dudas y, por eso, también de miedos. Por nuestra propia naturaleza, y porque nos enfrentamos a los azarosos movimientos de la historia, frente a la que casi siempre nos encontramos desprotegidos y a la intemperie. Conocemos, seguramente, los problemas, pero no sabemos cómo resolverlos; hemos optado por convivir con ellos y eso nos está llevando a una peligrosa y creciente desconfianza en las instituciones, los gobiernos, las empresas y los medios de comunicación, y seguimos viviendo cada día, no sin esfuerzo, en un mundo donde la única certeza que atesoramos los humanos es la propia certeza de la incertidumbre.

“Nihil novum sub sole”, nada nuevo bajo el sol, dice una famosa frase del Eclesiastés. Acaban de cumplirse cinco siglos de una de las convulsiones más grandes de la historia: la rotura de la Cristiandad producida por las 95 Tesis de Lutero, y todo lo que ellas desencadenaron. Fue la primera gran revolución moderna, mucho antes de la norteamericana o la francesa. Fue, además, la primera gran explosión de la voluntad en la historia moderna. Seguirían luego otras. Y conviene recordar que aquella crisis fue, primero, una crisis moral –por el estado de relajación, de vicios y corrupciones de la Iglesia de entonces– y, después, fue una crisis intelectual y política con repercusiones que llegan hasta hoy.

Se suelen oponer Reforma y Renacimiento. En realidad quieren decir lo mismo: deseo de un nuevo nacimiento, necesidad de una renovación profunda. También esto se ha repetido muchas veces, aunque en pocas ocasiones beneficiosamente. En aquellos momentos tan convulsos la entonces Universidad de Salamanca jugó un destacadísimo papel. De esa necesidad de transformación intelectual nació una de las obras más grandes de aquellos tiempos y de muchos otros: el “De locis theologicis” o “Sobre los lugares teológicos” de Melchor Cano, una joya incomparable del castellano y de la profundidad intelectual. El impulso central de esa obra es revitalizar la Razón teológica frente a la explosión de todo tipo de misticismos, entre ellos el de los “alumbrados”,  lucha en la que a veces pagaron justos por pecadores. El gran Melchor Cano, representante genuino del huma-nismo renacentista, intenta fijar las “nuevas” autoridades en el razona-miento teológico: la autoridad de la Sagrada Escritura, la autoridad de la tradición, la autoridad de los santos o de los concilios, la autoridad de la razón natural, la autoridad de los filósofos, la autoridad de la historia humana, por citar solo algunas. Hoy diríamos, resumidamente, la autoridad de la Razón.

Cinco siglos después estamos viviendo una nueva crisis de la Razón, un peligroso renacimiento de mitos e irracionalismos en una suerte de repetición parcial de lo que se inició al final de la primera Gran Guerra y que continuó en el período de entreguerras. Nos enfrentamos hoy a Populismos de distintos colores, a las irracionalidades del “Brexit”, a los mitos y misticismos nacionalistas, a los profetismos del “America First”. Pocos años antes de esa Gran Guerra, hace mas de un siglo, Max Weber escribió un famosísimo artículo titulado “La Ciencia como profesión”, donde nos advirtió sobre los costes –intelectuales y políticos– de la “des-mitificación” y “de-sacralización” causadas por el racionalismo moderno. Melchor Cano y, cuatro siglos después, Max Weber advirtieron y lucharon, uno con más escepticismo que el otro, contra un mal y un peligro permanente: la desintegración del argumento y del debate racional.

Uno de esos costes es, sin duda, lo que hoy se llama Posverdad, que no sólo consiste en negar la verdad sino en “falsearla”, incluso en negar su prevalencia sobre la mentira. Es cierto que, como señaló el historiador de la ciencia Koyré, así es la condición humana: el hombre “se ha engañado a sí mismo y a los otros. Ha mentido por placer, por el placer de ejercer la sorprendente facultad de decir lo que no es y crear, gracias a sus palabras, un mundo del que es su único responsable y autor”. Pero ahora ocurre algo más grave: se niega la autoridad de la Razón, y se niega sobre todo la autoridad de los hechos, dejando que imaginaciones o deseos prevalezcan sobre lo fáctico. Son las “Fake News”, de las que tanto habla el todavía Presidente Trump y que tanto aplica como usuario compulsivo de las redes, donde se afirma como cierto lo que es falso. Posverdad que se ha convertido en deporte de moda: engañan los periódicos, los partidos políticos, engañan muchos dirigentes ante Parlamentos o jueces; engañan organismos internacionales que debieran velar por la pureza de la información; se miente a los accionistas de las empresas que quiebran y a los depositantes de bancos que se hunden cuando el día anterior se había afirmado que eran solventes. Se desprecia e ignora la autoridad de las pruebas, empíricas o históricas, un método que ha proporcionado a Occidente los mayores progresos de la historia y ha servido para crear sociedades mucho más justas. Se están creando “realidades” inexistentes (aquello que Platón plasmó en el mito de la caverna) y “realidades” artificiales y artificiosas. Antonio Machado, con ironía e inteligencia, lo advirtió: “se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa”.

Los medios de comunicación serios e independientes se agotan (y desaparecen) y lo que ahora llamamos información ha dejado de ser un bien escaso para convertirse, con el apoyo de Internet y las diferentes redes sociales, en la materia prima del siglo XXI. Sin duda, está cambiando nuestra forma de pensar, de vivir y de hacer, hasta el punto de que las organizaciones son cada vez menos su propia marca y cada vez más sus relaciones, y eso las transforma en organizaciones sociables más que en organizaciones sociales. Definitivamente, en pleno siglo XXI, los humanos, más que aprender a relacionarnos, a conocernos y a informarnos, nos conectamos...

La comunicación, gracias a su importancia social, se ha convertido en un instrumento indispensable en la gestión diaria de las organizaciones y en el cotidiano desarrollo de las relaciones interpersonales. Además de transparente, comprometida y veraz, debería reflejar siempre el comportamiento de quien la transmite, y a eso se le llama coherencia (“Di lo que debes y haz siempre lo que dices” nos enseño Séneca). Comunicar, y comunicar bien, supone construir relaciones de confianza y, sobre todo, mantenerlas. Comunicar, y esa es la principal responsabilidad del dirigente/líder, es conseguir que todos se involucren y participen en el proyecto común.

En esta Nueva Época tan llena de incertidumbres y peligros nos desprendemos de todo lo “duro” y de todo lo “sólido” como, con especial lucidez, nos descubrió Bauman con su idea de la “sociedad líquida”. Quizá por eso, atacados por el “síndrome de la impaciencia”, confundimos progreso con aceleración, buscamos atajos y, en consecuencia, nos hemos acostumbrado a deformar la realidad para adaptarla –como la cama de Procusto– a “dogmas” previos, equivocados y perversos, como aquellos de los que parten el propio funcionamiento político y muchas organizaciones y empresas, que transubstancian mal y transforman el bien común en ambiciones personales, la fuerza en desánimo, el conocimiento en soberbia, las palabras en nada. Se olvidan de que son las instituciones las que deben adaptarse a la realidad y a los ciudadanos, y no al revés: sin hombres y mujeres no hay instituciones.

Volvamos un momento de nuevo a Weber, a uno de sus libros más grandiosos: “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. En ese libro lleno de ideas deslumbrantes hay una tesis muy novedosa: el capitalismo occidental es una revolución moderna que transformó el capitalismo ancestral. Por decirlo con el lenguaje de Weber, hay capitalismo occidental porque las sectas protestantes tenían ya una ética absolutamente consolidada cuando se pusieron, en virtud de su ambición y de sus capacidades profesionales, a recoger el fruto de sus talentos: la ganancia. Es decir, que primero fue la ética y después el espíritu de ganancia, que hubo de encuadrarse y de enmarcarse dentro de ella. Esa autolimitación y control ético/racional ejercido sobre la “codicia” natural y el ansía de ganancias fue la gran “revolución” y, según Weber, la razón por la que el capitalismo occidental supero a todos los anteriores y logro una supervivencia de siglos.

Esa limitación racional y moral del poder y de las ambiciones es siempre una cuestión clave. Es el famoso equilibrio de poderes de la democracia, especialmente de la norteamericana. Escribió el filósofo neoyorquino Richard Rorty en 1999, “tenemos ahora una clase superior global que toma todas las grandes decisiones económicas y lo hace con total independencia de los Parlamentos y, con mayor motivo, de la voluntad de los votantes de cualquier país dado”. Una afirmación que, años más tarde, hizo suya también Bauman con escepticismo y desesperanza cuando dejó escrito que el poder no lo controlan los políticos y que la política carece de poder para cambiar nada.

Un dirigente, un líder que quiera serlo realmente, tiene que convertirse en autoridad, es decir en hombre o mujer con valores, ambiciones autolimitadas y respeto a la Razón y a la Verdad. Y, en este punto, conviene recordar también a Erasmo, quien en su “De la educación del Príncipe cristiano”, hizo una analogía especialmente hermosa y certera: que el preceptor o asesor que envenena con malas ideas o malos consejos el corazón de un Príncipe es tan criminal como el canalla que envenena un pozo de agua del que bebe una población entera y con eso envenena a todo el mundo. Eso es lo que hacen los malos gobernantes, envenenar el pozo del que bebemos todos, personas e instituciones. Esta crisis en la que está Europa y Occidente, y que arrastramos ya desde hace algunos años, ha sido, como en el caso de la Reforma, primero una crisis Moral, que nos trajo el descrédito de los dirigentes y la desafección en las instituciones, y a partir de ahí se convirtió en una crisis económica, política, financiera o como queramos adjetivarla.

Vivimos ya en la nueva Era de la Responsabilidad Social y los ODS son nuestro inexcusable horizonte común. Necesitamos líderes que vayan mas allá de las jerarquías: que estén comprometidos, que sean fiables, creíbles y motivadores, cómplices y orientados hacia los demás; que escuchen y dialoguen y no busquen siempre culpables, sino que en plena Era Digital sean capaces de armonizar talento y tecnología y gestionar equipos de personas de distintas generaciones y con diferentes habilidades. Que sepan garantizar la igualdad de oportunidades y la diversidad, y consagren el necesario equilibrio de vida personal vs. vida profesional. La excelencia empresarial será una quimera, un imposible, si no luchamos decididamente contra el subempleo y el trabajo indigno, porque la primera obligación del empresario, además de dar resultados, crear empleo, ser innovador y competitivo, es ser integro y decente.

Muchos dirigentes, políticos o empresariales, se han dejado atrapar por las vanidades del puesto o del poder. Y han malgastado su autoridad y la función de perfeccionamiento que deben tener. Mucha gente, la sagrada Opinión Publica, está harta de esas imposturas y quiere empresas e instituciones que cumplan la función social y racional para la que fueron creadas, y que no se conviertan sólo en fuentes de enriquecimiento de dirigentes con pocos escrúpulos y ambición no medida. La democracia exige dirigentes, gobiernos, empresarios e instituciones que sean transparentes y acepten rendir cuentas como una obligación y nunca como una humillación; que procuren la solución de los problemas que preocupan a los ciudadanos y respeten los bienes que son de todos, aunque el cuidado y la gestión estén solo en sus manos. Autoridad significa, en muchos aspectos, austeridad en las pulsiones: las viejas virtudes de la sobriedad, solidez, sencillez, ausencia de adornos y trabajo sin alardes, “estilo olivar” (dando frutos sin hacer ostentación de flores), huyendo de falsas promesas y mentiras, y liquidando estructuras y organismos innecesarios e inoperantes.

No ha sido así, y no está siendo así. Quizá por aquello de Nietzsche de la “voluntad de poder”, o quizá por otra voluntad que también él formuló: la “voluntad de apariencia”. La imagen o el adorno está desplazando al argumento y la Apariencia a la Verdad, como ya pasó con los sofistas en Grecia. Los “sofistas” modernos, mucho más descarados y menos cultos que los antiguos, luchan por ser los primeros, los más listos y aparecer en los papeles como protagonistas indiscutibles. Pero un líder, un dirigente o una autoridad debe esforzarse por cumplir la fórmula de Kant, los tres principios del progreso: cultivarse, civilizarse y moralizarse. Eso es la crítica de Kant subrayada por Ortega: “hay que ponerse en cuestión todos los días”, es decir, hay que poner en cuestión todas las cosas ante el máximo tribunal inventado por los hombres: el Tribunal de la Razón, la mayor revolución moderna. Cuando hace casi ochenta años Orwell escribía que “decir la verdad es un acto revolucionario”, probablemente estaba pensando –visionariamente– en lo que nos está pasando, que la propaganda se está apoderando gravemente de la realidad y de la verdad. Hemos construido una sociedad rabiosamente narcisista en la que, olvidando valores como esfuerzo, trabajo y decencia, los protagonistas son la fama efímera y superficial y la tolerada irreverencia, o un culto al dinero a veces visiblemente obsceno para la inmensa mayoría. Hemos dejado en el camino lo que Orwell llamó “common decency”, la decencia común, la infraestructura moral básica que nos hace personas de excelencia.

La solución a muchos de estos males está donde siempre ha estado: en la sabiduría y en las Universidades, en el saber y en el conocimiento. Es decir, en la Educación, que constituye, como afirma Nuccio Ordine, “el líquido amniótico ideal” en el que las ideas de democracia, libertad, justicia, igualdad, ciudadanía, derecho a la crítica, solidaridad, tolerancia y bien común –que no es público ni tampoco privado– pueden experimentar un vigoroso desarrollo. “O la Historia está escrita, o la escribimos entre todos”, refiere Antonio Gala, y ese bien común llamado Educación es un asunto que importa a toda la “tribu” y, por tanto, deberíamos ser capaces de convertirla en un objetivo estratégico en un mundo digital: solo desde la cultura y el conocimiento nos hacemos más sabios, más libres, más justos y más ciudadanos. Las empresas –sobre todo las empresas líderes– tienen que ser capaces (por convicción y como garantía de supervivencia) de institucionalizar procesos de aprendizaje para conseguir que el talento no quede ahogado por las burocracias. Es absolutamente necesario, y en eso nos jugamos el futuro, que colegios, institutos, universidades y empresas se acerquen y sean capaces de desarrollar proyectos en común. Existe un ámbito clave en la necesaria colaboración de la universidad con la empresa: la investigación, que va más allá de la formación y, a la larga, tiene un impacto mayor en la Sociedad. La investigación es el gran capítulo pendiente en la colaboración entre lo público y lo privado, tanto por culpa de las empresas como de la Administración. Pero la gran revolución tiene que hacerse en los colegios, en la enseñanza primaria y, sobre todo, en la secundaria. Colegios, escuelas e institutos y centros de FP tienen que ser las atarazanas donde eduquemos a las personas, hombres y mujeres, para hacer muchas cosas y ostentar autoridad al final de ese camino formador que nunca se agota: liderar empresas e instituciones, ad-ministrar justicia, ser referentes de opinión, escribir, abrazar las artes y, en definitiva, contribuir al progreso y a construir un mundo mejor.

Afortunadamente, hoy muchos educadores apuestan –no sin esfuerzo– por formar personas con criterio, sensibilidad y convicciones. Es decir, con valores. Ese es un desafío: formar a los jóvenes para que sean capaces de traducir su saber en un constante ejercicio crítico porque, como ha escrito el Profesor Ordine, “en el aula de un instituto o de un centro universitario, un estudiante todavía puede aprender que con el dinero se compra todo (incluyendo parlamentarios y juicios, poder y éxito) pero no el conocimiento: porque el saber es el fruto de una fatigosa conquista y de un esfuerzo individual que nadie puede realizar en nuestro lugar”. Los valores, sobre todo, se contagian, como el ejemplo, que tiene un enorme valor pedagógico. No deberíamos olvidar que la buena escuela no la hacen las “tablets” sino los buenos profesores, y en ellos (y en su formación) debemos invertir generosamente. Los países ricos lo son porque supieron invertir en educación; otras naciones, con dirigentes más torpes, esperamos equivocadamente a ser ricos para destinar recursos a la Educación...

He creído siempre en el poder transformador de la Educación y, singularmente, de la Universidad. Pero “la universidad tiene que echarse a la calle para compenetrarse con el pueblo y vivir con él”, como pedía, hace casi un siglo, quien fuera Rector de la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno, atisbando ese divorcio entre Universidad, Empresa y Sociedad del que cada día nos quejamos y nos arrepentimos con un engañoso e inoperante propósito de enmienda.

La educación –conocimiento más reflexión– es el mejor bálsamo contra casi todos los males. Y, como pidiera Borges en “Los Conjurados”, “acentuar las afinidades” es el antídoto idóneo contra la creciente falta de dialogo porque, si no lo remediamos, creer que se posee la única verdad significa sentirse con el deber de imponerla, incluso por la fuerza. Los fanáticos pueden acabar siendo, en última instancia, asesinos y, como paso previo, defensores fervientes de los dogmas. A lo largo de la historia, el dogmatismo siempre ha producido intolerancia en la vida diaria, en las relaciones humanas y en cualesquiera de los campos del saber: en la política, en la gobernanza de las empresas, en la religión, en los pueblos y muchas veces en la Sociedad. En pleno siglo XXI ya no sirve cruzarse de brazos: ni debemos, ni podemos, ni queremos. Solo desde la educación, la cultura y el conocimiento los hombres y las mujeres nos hacemos más sabios, más libres y más democráticos y, por ende, más justos y mejores profesionales.

Ya no hay “paraíso del tonto solemne”, como escribiera Nicanor Parra. Ha llegado la hora del cambio: además de capacitar, de educar y de fomentar el estudio y la investigación, la Universidad debe ser, tiene que ser, desde la independencia, la conciencia cívica, ética y social de los ciudadanos. Vivimos en la sociedad de la información, pero no sé si en la sociedad del conocimiento. El conocimiento siempre fue el bien central de las Universidades, la tarea heroica y hercúlea que describió Weber en “La ciencia como profesión”. Siempre ha sido y siempre va a seguir siendo difícil. Pero no queda otro camino porque, no lo olvidemos, liderar es también educar.

“Las universidades, por su naturaleza, están llamadas a ser laboratorios de dialogo y de encuentro al servicio de la verdad, de la justicia y de la defensa de la dignidad humana en todos sus niveles”, ha dicho Francisco el 14 de abril de 2018. La Universidad líder debe ser capaz de vivir de la Verdad y para la Verdad, y ayudar a los seres humanos a reforzar los fundamentos morales y éticos de una sociedad que se ha hecho frágil y temerosa. Todos nos debemos a la búsqueda de la Verdad y de la moralidad que va unida a la Verdad, los grandes fundamentos, junto a la crítica, del progreso de Occidente. Y sin libertad de pensamiento, como nos advierte Emilio LLedó, la libertad de expresión se degrada porque solo sirve para decir tonterías.

Nadie duda de que hay una profunda crisis del sistema capitalista. Pero el capitalismo parece un sistema que, como el conocimiento, está en crisis permanente, quizá por eso es tan capaz de sobrevivir; pero hay también –como decía Sábato– una crisis de concepción del mundo y de la vida basada en la deificación o idolatrización de la técnica y de ciertas explotaciones inhumanas. Hay que volver a la recuperación de los valores, de la ética limitadora de los descontroles, a la mejor Educación, la fuerza espiritual que hace grandes a personas y pueblos, y que debe liderar el cambio huyendo de privilegios, luchando contra la corrupción y ofreciendo verdadera igualdad de oportunidades. “Porque a fin de cuentas/ lo que hay es ignorancia de la ignorancia/ y manos ocupadas en lavarse las manos”, como escribió la Nobel Wistawa Szymborska en su hermoso poemario “Hasta aquí”.

El núcleo de la vida social es –debería ser– la relación leal entre personas unidas en torno a un proyecto compartido y común. También en las empresas. Una lucha por implantar el talento, el conocimiento, la verdadera profesionalidad en las organizaciones y una “revolución” pendiente: la recuperación de la Ética como una responsabilidad común. “De eso hablo, de la responsabilidad. No solo el derecho sino el deber del hombre de ser responsable, la necesidad del hombre de ser responsable si desea permanecer libre; no solo responsable ante otro hombre y de otro hombre sino ante sí mismo; el deber de un hombre, el individuo, cada individuo, todos los individuos, de ser responsables de las consecuencias de sus actos, pagar sus propias cuentas, no deberle nada a otro hombre...”. Son palabras del premio Nobel de Literatura William Faulkner, pronunciadas el 15 de mayo de 1952 en el Delta Council, Cleveland.

Aristóteles nos enseñó que el mejor tratado de moral es siempre un tratado de razón práctica. Difícilmente pueden dirigirse personas sin comportamientos éticos basados en relaciones de confianza y respeto profesional. Y no habrá porvenir para nadie sin una conducta empresarial, personal e institucional capaz de cumplir sus compromisos y de dar cuenta cabal de sí misma.

Dos reflexiones finales. Primera, no podemos olvidar que la palabra es el mayor bien que posee el hombre. La palabra, el concepto, es todo. La palabra –sólida, veraz, reflexiva y profunda– es el pilar que sostiene el mundo y hace posible todo lo que hacemos. Todo. Quien daña la palabra, destruye el mundo. Y la palabra, el lenguaje, como explicó genialmente Heidegger, tiene dos funciones muy distintas: una función o valor instrumental -como medio para comunicarnos cosas- y otra función o valor ontológico mucho más radical: expresar nuestro ser profundo y nuestro estar en el mundo, con todas sus dudas, inquietudes y oscuridades. Y esta función es absolutamente imprescindible y es la que explora el pensamiento. Esta última función profunda está siendo arrinconada, olvidada y dañada por la superficialidad y falsedad de la avalancha de comunicaciones instrumentales que actualmente padecemos y a la que, entre todos, habremos de poner remedio.

Y, después, una reflexión para “Príncipes”, es decir, para aquellas personas que desempeñan la dificilísima función de dirigir y decidir. Conviene trasladar al lenguaje de hoy aquellas recomendaciones que hace Erasmo en su retrato del buen gobernante/líder en su famosa obra “Institutio Principis Christiani”: si actúas personal, política y profesionalmente desde la honradez intelectual y la integridad; si eres independiente, leal y comprometido; si buscas la verdad y das ejemplo, si has sido líder queriéndolo o sin quererlo, tendrás la satisfacción de cumplir con el deber, de cumplir con la Razón, de cumplir con la virtud de la excelencia y de la Ética. Es decir, habrás finalizado tu tarea y contribuido a que triunfe la “revolución” más difícil, la transformación moral de las sociedades y de los pueblos.

Es lo que hizo Cincinato, aquel caudillo romano que, hace dos mil quinientos años, tras derrotar a los ecuos y liberar a Minucio –es decir, cumplido su deber y el encargo del Senado de Roma–, huyendo de tentaciones y de las voces que le pedían continuar en el cargo, abandonó la magistratura a los dieciséis días y volvió a su casa y a sus labores agrícolas con las manos limpias y vacías, llenas de valor...

El galardón de las buenas obras, escribió Séneca, es haberlas hecho. No hay, fuera de ellas, otro premio digno.