Expirado
Atrio2

Luce López Baralt (Universidad de Puerto Rico)

Borges o la mística del silencio: del Aleph al Zahir

"Detrás del nombre hay lo que no se nombra"[1]. Lo dijo lapidariamente Jorge Luis Borges y, sin embargo, intentó repetidas veces dejar sugerido el encuentro con el Absoluto, una experiencia sobrenatural que es de suyo suprarracional, infinita y simultánea, con la herramienta, a todas luces insuficiente, de un lenguaje conceptual y sucesivo. Reconociendo su "desesperación de escritor" pero, con todo, cautamente esperanzado --"algo, sin embargo, recogeré"-- el maestro argentino se lanza a la improbable tarea de traducir la experiencia inenarrable del éxtasis. Veremos que lo intenta desde diferentes ángulos y con asedios siempre renovados que implican un hondo conocimiento del fenómeno místico.

En más de una ocasión Borges se sirve de unos torrentes verbales de imágenes visionarias que se suceden en vertiginoso caleidoscopio, dándonos la ilusión de que la vivencia infinita que intentan traducir no termina nunca. Encontramos estos manantiales visuales en algunos de los pasajes más inspirados de toda la obra borgeana: imposible olvidar el proteico Aleph, que refleja tigres, émbolos, helechos, caballos de crin arremolidada en una playa del Mar Caspio en el alba; o la visión del éxtasis del protagonista poemático de "Mateo XXV, 30", sugerida por atareados espejos, álgebra y fuego y el olor entrañable de la madreselva. Borges vuelve a servirse de sus enumeraciones febriles en "The unending Rose", poema en el que evoca la Rosa infinita de la Trascendencia, símil islámico para Dios, intentando una vez más encapsular una simultaneidad plurivalente: "Eres música, / Firmamentos, palacios, ríos, ángeles./ Rosa profunda, ilimitada, íntima..." (Borges 1989 III: 116)[2].

Es obvio que las eclosiones verbales del argentino guardan parentesco con la de otros autores afásicos ante el Misterio como san Juan de la Cruz, que celebra el encuentro con el Todo 'Cántico espiritual' sirviéndose de una abrumadora sucesión de imágenes: "Mi Amado las montañas/ los valles solitarios nemorosos,/ las ínsulas extrañas,/ los ríos sonorosos,/ el silbo de los aires amorosos" (López-Baralt/Pacho 1991/2010 I: 61). Ahí está también el caso de Pablo Neruda, quien asedia a Macchu Picchu con una abrumadora sucesión de símiles anhelantes que parecerían reiterarse ad infinitum: "Águila sideral, viña de bruma, / bastión perdido, cimitarra ciega./  Cinturón estrellado, pan solemne" (Neruda 1957, I: 320)[3]. Borges conoce bien este antiguo recurso literario que expresa la sensación de avasallamiento ante una belleza imposible de ponderar, y señala en "El otro Whitman":  [...] la enumeración es uno de los procedimientos poéticos más            antiguos--recuérdense los salmos de la Escritura y el primer coro de        Los persas y el catálogo homérico de las naves--y que su mérito no      es la longitud, sino el delicado ajuste verbal, las 'simpatías y diferencias' de las palabras (Borges OC I: 206).

"No lo ignoró Walt Whitman", asegura Borges, con cuyo cadencioso delirio verbal hace hace escuela. Estos torrentes de imágenes inconexas, con su marcado ritmo incantatorio, funcionan a manera de ensalmo o de plegaria rítmica. El sortilegio que suscitan logra adormecer la inteligencia crítica consciente de manera que pueda operar libremente la intuición. El mensaje profundo que estas imágenes sucesivas y musicalizadas conllevan puede ser transmitido sin intervención del pensamiento consciente, o con muy poca intervención. Produce el efecto de una melodía, "la más dócil de las formas del tiempo", como decía el mismo Borges en "Mateo XXV, 30". Todas las religiones se han servido de estas mantras o conjuros para adormecer la mente --lo que santa Teresa llamó la "oración de quietud"--y precipitar el éxtasis.

Borges lo tiene en cuenta al momento de hilvanar su mejor poema en prosa-- la visión del Aleph--en la que pretende dejar dicho el Universo infinto. Atónito ante la intolerable visión de la esfera tornasolada, Borges, protagonista y a la vez narrador del relato metafísico, se detiene cautamente antes de dar cuenta de su éxtasis. Sabe bien que una vividura simultánea del Todo jamás podrá ser transcrita en el lenguaje alusivo y temporal del que por fuerza ha de servirse. Sabiéndose fracasado ab initio, el amedrentado escritor hace escuela con la afasia  de los místicos de todas las persuasiones religiosas:

¿Cómo transmitir a los otros el infinto Aleph, que mi temerosa   memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la Divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanis de Ínsulis, de    una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en        ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras, que a un tiempo se        dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (Borges OC I:    625).

Esas "inconcebibles analogías" hablan por sí solas de la cualidad inefable del éxtasis, un estado alterado de conciencia que se experimenta al margen de la razón, los sentidos y del espacio-tiempo. Nuestros instrumentos cognocitivos no pueden dar cuenta de una experiencia que no pasó por ellos y que los supera: "En ese instante gigantesco"--advierte Borges--"lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es" (Borges OC I: 625). El argentino, que sabe bien que jamás acertará a dar cuenta del instante en cúspide en que que poseyó el Todo, suplica, sin embargo, a los dioses que le deparen "el hallazgo de una imagen equivalente". Cito abreviadamente su instante en cúspide:

Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, [...] vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, [...] vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, [...] vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, [..] vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, [...] vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo (Borges OC I: 625-626).

Pese a su vehemente belleza, el orbe tornasolado de la Calle Garay constituye, asegura el narrador, un "falso Alpeh". Un "falso" Aleph que contraste enseguida con otro, que el narrador declara "verdadero". Los seguidores del Profeta Mahoma aseguran haberlo escuchado en lo íntimo de una piedra:

Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben        muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas     de piedra que rodean el patio central [...] Nadie, claro está, puede          verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor [...] La mezquita data del siglo VII: las columnas proceden de los templos de religiones     anteislámicas (Borges OC I: 627-628).

Curiosa islamización del Aleph, que en la cábala hebrea vale por el número 1, símbolo del infinito. Pero lo que importa aquí es que este Aleph islámico no se "ve" como sucesión de imágenes atorbellinadas, sino que se "oye" cuando el fiel aplica su oido al interior de la piedra. Un pasaje de la "Nota sobre Walt Whitman" nos ayuda a desentrañar el enigma:

Una cosa es la abstracta proposición de la unidad divina; otra, la          ráfaga que arrancó del desierto a unos pastores árabes y los impulsó a una batalla que no ha cesado y cuyos límites fueron la Aquitania y el Ganges (Borges OC I: 253).

Borges señala que la teología especulativa es una cosa, y muy otra la experiencia del Dios vivo, simbolizada en esa ráfaga que arrabató al Profeta y que inspiró a sus seguidores a conquistar el mundo para Alá. Esos mismos fieles aun escuchan la "ráfaga"--reducida ahora a un atareado rumor no verbal--en lo hondo de la piedra foránea que sirvió para levantar las columnas de su mezquita, síntesis de incontables culturas absorbidas en el proceso de conquista islámica. Dios escuchado pues al margen de la palabra conceptual y unívoca, como viento estremecedor, como susurro, como hálito: el símil es antiquísimo y las culturas más diversas, como aquellas que el Islam reunió en forzada síntesis, lo hacen suyo. Borges lo sabría bien: se trata de una metáfora reiterada por siglos para aludir a la experiencia pura de la Trascendencia, a salvo de imagen, que ha sido aludida como el insuflo creador del Génesis; el Espíritu Santo, Osculante del Dios Trino; el logos o Verbo del Evangelio; el pneuma de los griegos; el prana de los hindúes; el ru'ah de los hebreos; el ruh de los musulmanes. Si abrimos las Escrituras--cosa que Borges hizo muchas veces--aprendemos que la metáfora preferida para decir algo de este Dios vivo era, en efecto, el oído simbólico que percibía su torbellino de viento o "atareado rumor" de aire; no el "ojo" espiritual que Su resplandor intolerable cegaría por completo. Recordemos el murmullo de Dios que oyó Elifaz de Temán, cuyo sonido le llegó "calladamente", y el silbo de aire delgado en el que Elías escuchó a Dios en el Monte a la boca de su cueva (3 Reg 19, 12). San Juan de la Cruz argumenta la supremacía del símil auditivo sobre el visual para dirimir la experiencia extática:

Porque ordinariamente las veces que en la escritura divina se halla alguna comunicación de Dios que se dice entrar por el oído, se halla ser manifestación de estas verdades desnudas en el entendimiento o revelación de los misterios de Dios; los cuales son revelaciones o visiones puramente espirituales [...] y así es muy alto y cierto esto [que] dice comunicar Dios por el oído. Que por eso, para dar a entender San Pablo la alteza de su revelación, no dijo: Vidit arcana verba, ni menos: Gustavit arcana verba, sino: Audivit arcana verba, quae non licit homini loqui (2 Cor 12, 4). Y es como si dijera: Oí palabras secretas que al hombre no le es lícito hablar, en lo que            piensa que vio a Dios también, como nuestro Padre Elías en el silbo...(Glosas al 'Cántico espiritual' B, 15, apud López-Baralt y Pacho, 1991/2010: II: 94).

San Juan hubiera pues secundado a Borges: el Aleph que el protagonista "vio" era falso; más legítimo parecería, en cambio, el que escucharon los fieles encerrado en lo hondo de la columna, que aun guardaba el hálito del vendabal que habría ululado primero en el oído simbólico del fundador del islam. Borges, con respeto sapiencial, no lo falsea ahora pintándolo con su lenguaje sucesivo: simplemente lo deja sugerido. Parecería que rinde homenaje aquí también a William James, autor de un libro que abrumó de notas desde muy joven--The Varieties of Religious Experience--. El filósogo pragmático norteamericano argumenta que todavía las religiones institucionalizadas encierran dentro de ellas la vividura primordial y privada de su fundador, sea éste Cristo, Buda o Mahoma[4]. Aunque la dura piedra aprisione --o entierre-- simbólicamente la experiencia fundacional al cabo del tiempo, aún desde su encierro ésta late, disminuída pero incólume. No es casual que Borges se apodere de las palabras de Hamlet (II,2) para el epígrafe del "Aleph": "O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite space".

El maestro argentino aplica la honda lección espiritual aprendida en "El Aleph" a "Mateo XXV, 30". Ya no "ve" ningún surtidor de imágenes, sino que le es dado "oírlas". El protagonista poético se encuentra en la estación de trenes de Constitución[5] y accede a un súbito estado alterado de conciencia: "El primer puente de Constitución y a mis pies/ Fragor de trenes que tejían laberintos de hierro./ Humo y silbatos escalaban la noche. / Que de golpe fue el juicio universal" (Borges OC II: 252). Entonces escucha una voz infinita que le habla simultáneamente "desde el invisible horizonte" y "desde el centro de mi ser": es decir, la conciencia del emisor de los versos se unifica con la Trascendencia. Estamos ante una experiencia mística transformante, que en otro lugar Borges explica según el Budismo: "Nirvana es sinónimo de Brahma y de felicidad; apagarse en Brahma es intuir que uno mismo es Brahma (Borges 1979:  751)[6]. Esa voz infinita "Dijo estas cosas (estas cosas, no estas palabras, /que son mi pobre traducción temporal de una sola palabra)". Al hablar de "cosas" en vez de "palabras" Borges emplea otro símil místico muy socorrido. Aquejado de la afasia, san Francisco de Asís exclamó en éxtasis: Deus meus et omnia!: ¡Dios mío y todas las cosas!". Lo secunda San Juan de la Cruz: "Porque Dios [es] todas las cosas al alma, siente [el alma] ser todas las cosas Dios en un simple ser" ("Cántico espiritual" B: 14-15, 5, apud López-Baralt/Pacho, II: 90-91.).

Borges procede a hacer su "pobre traducción temporal de una sola palabra", y adjunta a continuación otro maravilloso surtidor de imáges inconexas que ya no "ve", sino que "oye": "estrellas, pan, bibliotecas orientales y occidentales,/ Naipes, tableros de ajedrez, galerías, claraboyas y sótanos,/ Un cuerpo humano para andar porla tierra,/ Uñas que crecen en la noche, en la muerte,/ sombra que olvida, atareados espejos que multiplican,/ declives de la música, la más dócil de las formas del tiempo,/ Fronteas del Brazil y del Uruguay, caballos y mañanas,/una pesa de bronce y un ejemplar de la saga de Grettir./ Álgebra y fuego, la carga de Junín en tu sangre,/ Días más populosos que Balzac, el olor de la madreselva...." (Borges OC II: 252). Pese a su enumeración centelleante, Borges sabe bien que su traducción del éxtasis debió haber constituído una sola palabra. Esta palabra cifrada e irrepetible que encierra el universo revelado había sido aludida antes por el autor en "La escritura del dios": "Un dios, reflexioné, solo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Niguna cosa articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo" (Borges OC I: 598). La Palabra revelatoria encierra pues la experiencia del Todo, y Borges vuelve a reclamarla en El libro de arena, ahora bajo el velo de la voz "Undr", "que quiere decir maravilla" (Borges OC III: 50). El argentino cita la Biblia una vez más, esta vez a Elifaz de Temán en Job 4, 12-13: Porro ad me dictum est verbum absconditum et quasi furtive suscepit auris mea venas susurri ejus ("De verdad, a mí se me dijo una palabra escondida, y como a hurtadillas recibió mi oreja las venas de su susurro")[7].

Borges ha prodigado palabras pero no ha logrado enunciar esa única palabra escuchada ahora con su oido simbólico, y cierra el poema con desaliento: "Todo esto de fue dado, y también/ el antiguo alimento de los héroes: / La falsía, la derrota, la humilación./ en vano te hemos prodigado el oceano,/ en vano el sol, que vieron los maravilados ojos de Whitman:/ Has gastado los años y te han gastado./ Y todavía nohas escrito el poema. (OC II: 252). Esta admisión de culpa nos lleva al enigmático título del poema: "Mateo XXV, 30". El versículo bíblico procede de la parábola de los talentos o monedas del Evangelio de san Mateo[8] y guarda estrecha relación con la afasia del místico que Borges ha ido poniendo de relieve en las obras que vengo citando.

Recordemos la parábola evangélica: un señor va de viaje y confía su hacienda a sus siervos, dándole a cada uno de acuerdo a su capacidad. A uno le da cinco talentos, a otro dos y al último uno. Pasado mucho tiempo, el amo regresa y pide cuenta a sus subalternos: el que había recibido cinco talentos los ha multipliado por otros cinco; el que recibió dos, otro tanto, y ambos entran en el gozo de su señor. El que recibió uno, sin embargo, no lo logra multiplicar y lo entierra. El tesoro amonedado del amo no fructifica, pues, y éste, iracundo ante la infertilidad del siervo, le arrebata el talento, y lo da al que tenía diez. Maldice al siervo inútil con un anatema terrible: "Y a este siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores: allí habrá llanto y crujir de dientes"[9]. La moneda sepultada convierte pues en reo maldito a su efímero poseedor, que ha traicionado a su amo impidiendo el crecimiento de su riqueza. El protagonista poético ha enterrado la inimaginable moneda esférica, símil del éxtasis, en el limitado lenguaje humano, y se siente culpable de su "falsía", de su profanación. La experiencia simultánea del Todo no puede ser comunicada a través de un mísero puñado de signo verbales conceptuales. No importa sean "vistos" u "oidos".

El protagonista poético sugiere que vivió una experiencia similar a la que vieron "los maravillados ojos de Whitman". Importante clave adicional, ya que en el Song of Myself el poeta norteamericano siente su identidad gozosamente fundida con la de todos los seres y todas las cosas. Borges pondera sobre ello en su "Nota sobre Whitman": "El panteísmo ha divulgado un tipo de frases en las que se declara que Dios es diversas cosas contradictorias o (mejor aun) misceláneas". Evoca también el cielo inconcebible de Plotino, "en el que todo está en todas partes, cualquier cosa es todas las cosas, el sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol" (Enneadas V, 8,4) (OC I: 249). Tampoco le es ajeno el fragmento 67 de Heráclito: "Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hartura y hambre" (ibid.). Borges siente que tanto él como Whitman[10] forman escuela con estos místicos afásicos que intentan sugerir el torbellino de su conocimiento infinito y simultáneo--la armónica urdimbre del universo con la que se sienten fusionados--a través de una amalgama de imágenes desconcertantes. Pese a su fulgúrea belleza--ya lo sabemos-- son trágicamente sucesivas e insuficientes para decir el don que la trascendente "voz infinita" otorgó tanto a Whitman como a Borges. Por eso el emisor de los versos admite que gastó sus años y que los años lo gastaron, y que sin embargo "aun no ha escrito el poema". El poema al que, paradójicamente, ese mismo verso melancólico pero contundente sirve de broche de oro.

Pero el escritor argentino, que ya vamos viendo es un verdadero experto en teología mística, no se rinde e insiste en traducir el Infinito. No  le bastó describir la "visión" del Aleph en imágenes rutilantes ni tampoco la "audición" de la simbólica moneda en "Mateo XV, 30". En ambos casos falseó--y enterró--la experiencia sobrenatural en el lenguaje. Pero ahora intentará decirla al margen del lenguaje, llevando a sus últimas consecuencias la intuición del Aleph invisible y rumoroso de la mezquita del Cairo.

Y eso nos lleva al "Zahir”, una de las obras más misteriosas de Borges. La crítica no ha comprendido bien el relato: Floyd Merrell, por poner un único ejemplo representativo, se muestra decepcionado ante la enigmática moneda y opina que "the Zahir is ultimately a helpless symbol" (Merrell 1991:6). Es que el maestro argentino exige aquí una lectura en clave islámica, que nos develará algunos de los secretos del relato, que es, posiblemente, el más puramente místico que concibiera en su vida.

Ya el título nos pone en guardia: en árabe, la voz zahir, de la raíz trilítera z-h-r, significa “visible o manifiesto”. El Borges ficcionalizado que protagoniza la historia describe el extraño Zahir, y lo representa con una moneda argentina de veinte centavos. Una cuchilla ha arañado las letras NT y el número dos en una cara la moneda, pero el narrador no describe su reverso, que permanence invisible e intocado. El lenguaje se detiene, respetuosamente, ante el reverso de la moneda, lo que nos permite descifrar las letras "NT" en términos del Noli Tangere bíblico--“no oses tocarme”. El narrador ofrece más pistas extrañas: en otros tiempos el Zahir ha sido muchas otras cosas: en Gujarat, fue un tigre; en Java, un ciego en una mezquita de Surakarta; en Persia, un astrolabio; en la sinagoga de Córdoba, una veta en el mármol.

Pero he aquí que esta historia arcana se funde con otra más prosaica: “El Zahir” es pues una narración binaria, exactamente como la moneda de 20 centavos. La noche antes de que el Zahir llegara a las manos de Borges, éste había ido al funeral de Teodelina Villar, a quien había amado por veinte años (una vez más, el valor adquisitivo de la  moneda). Teodelina fue una modelo cuyas fotografías (o “atributos”) se habían expuesto en las páginas de las revistas mundanas, pasando así a ser “moneda común” para todos aquellos que la “poseían” superficiamente en los anuncios comerciales. Pero el interior del alma de Teodelina siempre habría de escapar del asedio de sus admiradores. El nombre “Teodelina” señala precisamente a ese hecho, y de paso, apunta al mismísimo Zahir: Teo hace referencia a Dios, y delina, del griego delo, significa “iluminar”, hacer visible o manifiesto: el Dios exterior o visible. Como habremos de ver, el lado oculto de Teodelina es como el inalcanzable reverso del Zahir. Borges labra su relato con una asombrosa simetría: a-delo (lo oculto e inescrutable) forma en español un nombre de mujer muy conocido—Adela—que podría ser el nombre cifrado y oculto de la amada de Borges. El narrador, sin embargo, no habrá de articular jamás el nombre secreto de Teodelina. También habrá de silenciar lo que yace al otro lado de la moneda más allá del alcance del lenguaje.

Después del velorio, el apenado Borges toma una caña en una pulpería y recibe el Zahir como parte del cambio de su pago. Su embriaguez constituye otra pista de este relato arabizante, ya que en el Islam la ebriedad es símbolo del éxtasis místico, que se experimenta más allá de la razón. La moneda lo comienza a obseder, y considera esconderla en un rincón de su biblioteca (esconderla, pues, en la literatura). Otra opción que baraja es enterrarla en el jardín--de seguro, en un frondoso jardín “verbal”[11], como el del Aleph de la Calle Garay; como el talento monedado del siervo falaz de "Mateo XXV, 30"; como la mismísima Teodelina, la contrapartida secreta del Zahir, que a su vez recibe sepultura--. Las pistas intertextuales están dadas y son reconociblemente místicas. Avasallado, el protagonista paga otra caña con la moneda del Zahir para quedar libre de ella, pero el Zahir regresa obsesivamente a su memoria.

 Descubre entonces que un libro de Julius Barlach, el Urkunden zur Geschichte der Zahirsage, le ofrece cierta información pseudo-erudita relacionada con el disco ominoso. El texto, que Borges inventa porque no existe en la realidad extraliteraria, explica que el mito del Zahir, que significa “visible” o “manifiesto”, pertenece al siglo dieciocho. Nada más lejos de la verdad, ya que el fundador de la secta Dhahiriyya (o “Zahirita”), Dawud ibn Jalaf al-Isbahani, conocido como Al-Zahiri por defender el sentido literal del Corán y la tradición profética, vivió en el siglo noveno. El estudio ficticio de Barlach añade que el Zahir islámico ha tenido muchos rostros o epifanías a lo largo del tiempo y que la obsesión con él puede terminar en locura: en una época fue un astrolabio de cobre; en otras, un tigre infinito y un profeta de Jorasán. Recordemos los discos verbales polivalentes del Aleph y de "Mateo XXV, 30", que prodigan la divinidad en múltiples imágenes inconexas. El narrador añade, para mayor enigma, que siempre ha habido un Zahir, aunque se presenta al mundo bajo diferentes formas. “Dios es inescrutable”, concluye el estudio de Barlach: Borges traduce libremente la frase que suele cerrar los tratados metafísicos musulmanes: wa Allahu ‘alamu (“Dios es omnisciente” o “Sólo Dios sabe”).

El libro de Barlach consuela a nuestro protagonista, que ahora sabe que también otros han sido víctimas del hechizo del Zahir. Pero el libro en cuestión también cita un verso del Asrar Nama (Libro de las cosas que se ignoran) de ‘Attar: “El Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”. El poeta persa 'Attar barajó--esta vez Borges dice verdad-- estos célebres símbolos sufíes, que apuntan a la rosa corpórea, de “sombra” efímera, que se convierte en la Rosa Infinita de Dios cuando Éste rasga Su Velo (kashf) para el místico. El personaje “Borges” desea ver simultáneamente la cara y el dorso de la moneda, que parecería transformarse de súbito en la esfera tornasolada del “Aleph”, símil del Universo infinito.

salta a la vista que los relatos místicos de Borges dialogan entre sí. Estamos ante tres orbes--el Aleph, la moneda enterrada de "Mateo XXV, 30" y el Zahir-- y el círculo, como se sabe, es símil de infinito y de perfección. Advirtamos que todas estas esferas son muy pequeñas, por lo que evocan el simbólico “ojo del alma” que tanto san Agustín como los místicos del Islam heredan de Platón, y guardan relación a su vez con el pequeño punto de luz donde Dante "ve", con visión "aclarada" y ya devenida sobrenatural, a la Divinidad al cierre de su Comedia. Gracias a este órgano de percepción lumínico, el contemplativo queda dotado de visión trascendente (como diría Michael Sells, “vision becomes self-vision”)[12]. Salta a la vista que Borges baraja estos símiles con pleno conocimiento de causa.

Al cierre del Zahir el protagonista se hunde en sus pensamientos metafísicos en un banco de la Plaza Garay, con lo que la geografía urbana se torna simbólica a su vez, pues el falso Aleph estaba también en el sótano de una casa de la Calle Garay. Repansando los pasajes místicos del Asrar Nama del místico persa 'Attar, el abrumado "Borges" literario recuerda que los contemplativos sufíes recitan los noventa y nueve nombres de Dios hasta "que éstos ya nada quieren decir" (Borges OC I: 595): hasta que el lenguaje queda anulado. El narrador se sirve aquí de la técnica del dhikr, en la que los sufíes recitan en una mantra melódica los Hermosos Nombres de Dios—al asma’ al-husna—para promover el estado contemplativo: "Allah, ar-Rajman, ar-Rajim, al-Malik, as-Salam, al-'Aziz, al-Khabir, az-Zahir, al-Batin..." Aquel que, sumido en este estado contemplativo, sea capaz de pronunciar el nombre más excelso—el nombre número cien, que permanence oculto--, develará a la Deidad, es decir, experimentará el Todo más allá de toda cifra verbal. El que Borges recite su propio nombre como mantra[13] es irónico, ya que parecería que él mismo constituye el “nombre” número “cien” o último de Dios. La propuesta no es destemplada, ya que todo místico descubre que Dios lo habita: "The Kingdom is within", celebró Alfred Lord Tennyson, a quien por cierto Borges también alude en su relato.

“Yo anhelo recorrer esa senda” (Borges OC I: 595), afirma sapiencialmente el personaje, refiriéndose a la repetición acompasada de las mantras sufíes que terminan por borrar el lenguaje. Y con él, los distintos rostros que ha asumido el Zahir "manifiesto" y verbal: un tigre, una veta de mármol, un astrolabio. “Quizá detrás del Zahir esté Dios” (Borges OC I: 595), medita Borges, y dice “quizá” porque al articular la frase podría falsear con el lenguaje la experiencia supralingüística del Dios vivo.

El reverso del Zahir, ya lo sabemos, no es verbal: es necesario suprimir el lenguaje para poder accesarlo. Una vez más, Borges hace gala de su expertise en materia de misticismo islámico. La escuela ortodoxa Zahirita, que aceptaba tan sólo la interpretación literal (“visible” o "manifiesta") del Corán, atada al lenguaje exterior y a la teología, tenía su contrapartida en la secta Batinniyya, “those who found under the letter of the Qur’an a hidden, esoteric meaning” (MacDonald 1965:196-197). Batin significa precisamente eso: lo oculto, lo no-verbal, lo inarticulable. Cualquier conocedor del misticismo islámico sabe bien que los términos zahir/batin son inseparables: constituyen las dos caras de la moneda de dos acercamientos distintos a la Deidad: uno, teológico y exterior; otro, místico e interior. Las enseñanzas esotéricas de la secta Batiniyya estaban dirigidas a un grupo selecto, mientras que a los demás fieles se les daba el Zahir, es decir, la doctrina superficial o teológica. Borges maneja aquí una moneda teológico-mística: de un lado tenemos al Zahir de los literalistas que exploran el sentido superficial de la palabra, los que se satisfacen con la realidad material y con el lenguaje racional que la representa. Del otro lado tenemos al Batin, la Deidad infinita e inescrutable que trasciende el lenguaje. Una vez más nos enfrentamos con “la sombra de la rosa”, que se identifica con el Zahir; y con la deseada “rasgadura del Velo”, que nos conduce al Batin, término que Borges deja sin articular. El Zahir, con una cara lacerada por la cuchilla profanadora del lenguaje humano, y la otra, constituida por el vacío avasallante que sobrepasa la palabra, constituye uno de los símbolos islámicos más profundos y más logrados de Borges. El impronunciable Batin es un respetuoso símil no-verbal, como el nombre secreto de Teodelina, “Adela”. Borges no osa articular en su relato ninguna de estas palabras mudas, tal como hubiera hecho un místico respetuoso y enterado.

El maestro argentino respalda el contenido místico de su relato sirviéndose también de la numismática islámica, con la que está muy familiarizado. Hay monedas musulmanas que tienen inscrito el Zahir en un lado y a Dios en el otro. Los sultanes mamelucos acuñaron este tipo de moneda, como hizo Al-Malik al-Zahir (el Victorioso), un sultán del siglo XIII, que acuñó su nombre en un lado de la moneda y, en el otro, respetuosamente y al margen de toda imagen, evocó el nombre supremo y la unicidad absoluta de Dios (La illaha ila Allah: “No hay dios sino Dios”).

Para acceder al Dios vivo que distintas religiones han visto bajo las diversas formas simbólicas de tigres o vetas de mármol, hay pues que acallar la mente racional y silenciar el lenguaje. El maestro parecería borrar de un plumazo sus cadenciosos manantiales verbales, protegiendo a su inimaginable Zahir de la tosca envoltura de la palabra. Labra con aire el reverso de su disco sobrenatural, le niega imagen, le sustrae cadencia rítmica. Es un black hole literario. Atrás quedaron los orbes relampagueantes --pero sucesivos-- del "Aleph" y de "Mateo XXV, 30".

And yet, and yet... Si leemos las obras místicas de Borges a la luz del sapientísimo Zahir silenciado, veremos que de todas maneras el maestro argentino siempre nos convoca al silencio. Ya sabemos que el protagonista del "Zahir" buscó acceder a la epifanía que lo aguardaba tras el reverso de la moneda repitiendo la mantra de su nombre en la Plaza Garay. La repetiría melodiosa, rítmicamente, a manera de ensalmo. Así precisamente recitan los sufíes sus mantras melodiosas en su rosario o tasbih, y así los contemplativos enterados recitan a su vez el rosario cristiano. Saben bien que el ritmo acompasado va adormeciendo la razón y borrando las palabras para convocarnos a un nivel más profundo de conciencia. Es precisamente cuando los sentidos se apagan y el lenguaje colapsa, que el contemplativo accede al Misterium Tremendum. ¿Y qué otra cosa son las cascadas verbales del Aleph de la Calle Garay y de la moneda polivalente de "Mateo XXV, 30", sino hermosísimas mantras que con su ondulante ritmo sucesivo obnubilan la conciencia y nos catapultan al umbral de un Misterio que queda más allá de las palabras?

En un tour de force literario, Borges se las ha arreglado para celebrar la lección mística más alta de todas: el silencio. Ya sea en su invisible Zahir enmudecido, en el atareado rumor no verbal del Aleph escondido en la columna de mezquita del Cairo, e incluso en sus rutilantes flujos de imágenes transformadas en mantras que terminan por silenciar la palabra conceptual, el maestro ha logrado comunicar cosas, como sugiere Henri Bergson, "para cuya expresión no estaba hecho el lenguaje"[14]. Borges cierra filas con Wittgenstein (1966: 151): "aquello de lo que no se puede hablar lo debemos pasar en silencio". Diez siglos antes lo dejó dicho Abu Sa'id Ibn 'Arabi: "La esencia del éxtasis es incomunicable, y se describe mejor con el silencio que con la palabra"[15]. Insiste el Pseudo Dionisio Aeropagita (1958:191): "nos cuidamos de honrar con nuestro silencio el secreto que nos sobrepasa".  

Como todos ellos, lo supo bien Jorge Luis Borges: “Detrás del nombre hay lo que no se nombra” (Borges 1989, II: 253)[16].

BIBLIOGRAFIA

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Luce López Baralt

Es catedrática de literatura española y comparada en la Universidad de Puerto Rico (por la que, además, es doctora honoris causa), vicedirectora de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española y correspondiente de la Real Academia Española y de la Academia Dominicana de la Lengua Española. Ha sido profesora e investigadora visitante de las universidades de Harvard, Yale, Brown, México, Buenos Aires, Rabat y del Colegio de España en Salamanca, entre otras, y ha ocupado la Cátedra Emilio García Gómez en la Universidad de Granada, la Cátedra Cortázar (Guadalajara, México), la Cátedra Carlos Fuentes (Universidad de Veracruz, México) y la Cátedra Ernesto Cardenal (Universidad de Managua), entre otras. Ganó una cátedra de Lenguas Románicas por oposición en las universidades de Yale y en Brown (1983) para regresar a servir en la Universidad de su país natal, Puerto Rico. Entre sus numerosos libros se encuentran: San Juan de la Cruz y el Islam (1985 y 1990); Huellas del Islam en la literatura española. De Juan Ruiz a Juan Goytisolo (1985-1989); Un Kama Sutra español (1992 y 1995); El sol a medianoche. La experiencia mística: tradición y actualidad (1996, en colaboración con Lorenzo Piera); Asedios a lo Indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante (1998); El viaje maravilloso de Buluqiya a los confines del universo (2004); «A zaga de tu huella». La enseñanza de las lenguas semíticas en Salamanca en tiempos de San Juan de la Cruz (2006), y La literatura secreta de los últimos musulmanes de España (2009), los cinco últimos publicados en esta misma Editorial.

[1] El verso de Borges pertenece al poema "Una brújula", del libro El otro, el mismo. (Obras completas de Borges. Barcelona: Emecé, 1989, II: 253) . En adelante abrevio OC.  

[2] Sobre el análisis de este poema, cf. López-Baralt 2007.

[3] Sobre el caso particular de las enumeraciones de Borges, cf. Alazraki 1988.

            Ibn 'Arabi de Murcia (s. XIII) escribió en su Taryuman al-Ashwaq o Intérprete de los deseos otra cascada de versos alucinatorios semejante, que traduzco libremente del árabe:

"Mi corazón es capaz de adquirir cualquier forma:

es un pasto para gacelas

y un convento de monjes cristianos

y un templo para ídolos y la Caba del peregrino,

las tablas de la Torá  y el libro del Corán:

yo sigo la religión del amor:

dondequieran que vayan los camellos del amor,

ésa es mi religión y ésa es mi fe."

[4] James coloca la experiencia espiritual personal por encima de la fe y la estructura eclesial: "Churches, when once established, live at second-hand upon tradition; but            the founders of every church owed their power originally to the fact of their          direct personal communion with the divine. Not only the superhuman        founders, the Christ, the Buddha, Mahomet, but all the originators of          Christian sects have been in this case;--so personal religion still seems the primordial thing, even to those who continue to esteem it incomplete" (James    1929: 31).

[5] Para más información sobre las claves místicas secretas--y autobiográficas--de este poema, cf. López-Baralt 1999b.

[6] Oigamos al maestro dirimir en más detalle la unificación del ser con el Absoluto: "La doctrina del Vedanta se resume en dos afamadas sentencias: tat twan asi        ("Eso eres tú") y Aham brahmasmi ("Soy Brahman"). Ambas afirman la     identidad de Dios y el alma, de uno y el universo. Esto quiere decir que el eterno principio de todo ser, que proyecta y disipa mundos, está en cada uno de nosotros pleno e indivisible. Si se destruyera el género humano y se       salvara un solo individuo, el universo se salvaría con él" (Borges/Jurado       1979: 734).

[7] Uso la traducción de san Juan de la Cruz, por ser más exacta y acaso, más poética (Glosas al "Cántico espiritual B", 17, apud López-Baralt/Pacho 1991/2010: 98).

[8] Cito las Sagradas Escrituras por la versión de Nácar y Colunga de la BAC (Madrid, 1975).

[9] Este versículo precede justamente la descripción del Juicio Final, al que alude el poeta cuando comienza a describir su "éxtasis".

[10] Cf. su "Nota sobre Walt Whitman" y "El otro Walt Whitman", ambos de Discusión (1932). William James, tan leído por Borges, se detiene en el carácter panteísta del misticismo de Whitman (cf.  James (1929: 410).

[11] Arturo Echavarría ha visto cómo Borges explora la literatura bajo la hermosa imagen de un "jardín" verbal.  (Cf. Echavarría 2006a y 2006b).

[12] Cf. Sells 1994.

[13] Uno de los testimoniantes de William James, curiosamente, le explica al estudioso que para propiciar estados alterados de conciencia repite precisamente su propio nombre como mantra (Cf. James 1929).

[14] Cito por Raimundo Lida (1958 :93).

[15] Cito por Sarray 1914:81. Cf. L. López-Baralt (1985/1989:84-85).

[16] Ante el conocimiento de causa tan hondo que Borges evidencia tener sobre el fenómeno místico, es obvio que el lector habrá de preguntarse si el maestro argentino habla por experiencia propia. Al leer la entrevista que Borges dio a Willis Barnstone (Barnstone 1982: 1-14), donde le hablaba de sus dos experiencias místicas, decidí hablar personalmente sobre el tema con el escritor.  En cuatro ocasiones distintas Borges me describió también a mí sus experiencias con lujo de detalles, lo que me motivó a escribir sobre su invaluable testimonio (López-Baralt 1999 a, b y c), incluyendo una entrevista que hice, junto a Emilio Báez, a María Kodama, (López-Baralt/Báez 1996). Borges  también le había reiterado a ella sus experiencias  a lo largo de muchos años, explicándole, como a mí, que se sentía perplejo de haberlas experimentado.

El distinguido estudioso Carlos Gamerro (2006) opina, por su parte, que Borges arrastró la frustración de no haber sido nunca un "poeta místico", y se apoya, entre otras cosas, en unos comentarios equívocos que el argentino hace en "El Congreso" del Libro de arena (1975). Allí el maestro comenta que nunca  había "merecido" una revelación semejante a los "éxtasis" de Chesterton o John Bunyan o de Dante.  Creo que Borges hace un comentario algo irónico, ya que cuando describe su propia experiencia mística lo hace en  términos de un súbito trance suprarracional que vivió fuera del tiempo y que lo dejó avasallado y afásico. Le era imposible describir su experiencia, pues era, aseguraba a Barnstone, como explicarle el sabor del café a alguien que nunca hubiese probado el café.  En mi propio caso me refirió a "Mateo XXV, 30" para que pudiera entender algo de lo que hubiera querido decir como poeta místico y no logró nunca, ya que el éxtasis es de suyo inenarrable. De ahí, pienso, que Borges difícilmente cerraría filas con Paul Bunyan (Pilgrim's Progress) ni con el ortodoxo G. K. Chesterton, famoso por su personaje detectivesco Father Brown, ni aun con el peregrinaje esotérico de la Divina comedia , que va avanzando por espacios ultraterrenales sucesivos. Para el argentino su propia experiencia no guardaba relación con estos peregrinajes ortodoxos, que implican, precisamente, reconocer el paso del tiempo sucesivo en el éxtasis, cosa que a Borges le resultaría totalmente descaminada. Admite en su entrevista a Barnstone--y a mí me lo repetía a menudo--que a él se le dinamitó el tiempo en su propia vividura trascendida--aseguró que estuvo "fuera del tiempo".  Por eso le pareció mejor explorar su vividura personal con el método del koan en un monasterio Budista Zen de Kiotto, y celebrarlo en obras como el Zahir, que silencia la experiencia sagrada porque respeta la imposibilidad de decirla. Si se está fuera del tiempo no es acertado describir lo sucedido a través de peregrinajes sucesivos en el tiempo.

Borges, de otra parte, nunca se catalogaría a sí mismo como un "místico", pero sí como una persona que había tenido experiencias místicas. Agnóstico confeso, Borges no se hubiera considerado un místico ortodoxo ni tradicional porque sus experiencias, por confesión propia, lo dejaron desconcertado, pese a que aseguraba que eran auténticas. Por cierto que Santa Teresa de Jesús habla de estos extremos en sus Moradas: hay muchos que pueden haber tenido éxtasis místicos auténticos--se trata de un don gratuito que no depende de la "santidad" personal--pero solo aquellos que son capaces de asumir plenamente y con total conocimiento de causa la experiencia mística alcanzan el grado del "matrimonio espiritual" de las séptimas moradas, donde se pasa a vivir, explica la Reformadora, sub specie aeternitatis.