Crisis y combate de la pobreza en América Latina
Director del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca
En conjunto, el gasto social sigue presentando un perfil regresivo, dado que se concentra en aquellos grupos con mayores ingresos.
En los últimos 20 años se ha producido una importante transformación tanto en la ideología dominante como en la literatura económica relativa a la pobreza y la desigualdad. Así se ha superado un paradigma, el del rechazo tajante de las políticas redistributivas del Consenso de Washington y el de la confianza en el crecimiento, y en el posterior “derrame” que supuestamente alcanza a todos, como único instrumento para la mejora de la situación de los más débiles. Hoy la lucha para reducir la pobreza extrema forma parte de los Objetivos de Desarrollo del Milenio y la literatura económica sitúa claramente la desigualdad y la pobreza como obstáculos para el crecimiento de América Latina, recuperando ideas ya planteadas en los años 70 por la economía del desarrollo.
En este marco se produce también la aparición de algunas experiencias exitosas de programas de lucha contra la pobreza en América Latina en Brasil, Chile, México y otros países latinoamericanos. En las últimas dos décadas, un conjunto significativo de gobiernos en la región ha llevado a cabo un conjunto de políticas de transferencia condicionada de renta (TCR) no sólo con el objetivo de reducir los efectos directos de la pobreza sino también de promover la creación de capital humano y mejoras en la salud de la población a que se dirigen.
El surgimiento de este tipo de políticas en este momento específico en América Latina se debe a dos factores fundamentales, que también son clave para entender su diseño y el uso de la condicionalidad en su implementación. El primero se deriva del hecho de que corresponden a países de renta media en los que está presente, en mayor o menor medida, un Estado de Bienestar que, sin embargo no tiene un funcionamiento como en los países desarrollados de Europa, sino que es un Estado de Bienestar “truncado”, expresión que se refiere al limitado alcance de las políticas sociales desplegadas durante años por los gobiernos latinoamericanos.
En efecto, los gobiernos desarrollaban políticas de vivienda, de sanidad, de seguridad social o seguros de desempleo (asociadas, a menudo, a prácticas clientelares y/o a mecanismos corporativos, como en el caso mexicano) de las que no se beneficiaban los más desfavorecidos. Ello explicaría el limitado impacto en la reducción de la pobreza y la disminución de la desigualdad, del aumento del gasto social realizado durante los años 90 en muchos países latinoamericanos.
En lo que a esto se refiere, y en contra de lo que se podría esperar, los países de AL no se caracterizan por tener niveles de gasto social anormalmente bajos para sus niveles de desarrollo, existiendo países, como Argentina o Brasil, donde el gasto social (incluyendo educación) alcanza el 20% del PIB. Más aún, los países de AL siguen un comportamiento estándar en lo que se refiere al esfuerzo en protección social realizado dado su PIB per capita, de forma que, en términos globales, los países de mayor renta muestran un mayor esfuerzo en gasto social.
Las diferencias principales aparecen cuando se analiza el impacto del gasto social sobre la distribución de la renta, ya que mientras que en la UE la relación entre desigualdad y esfuerzo en gasto social es claramente negativa, de forma que los países con un mayor desarrollo del Estado de Bienestar son también países con una distribución de la renta menos desigual, en AL, tal relación es inexistente.
Cuando se procede a analizar las distintas partidas del gasto social se observa que el gasto sanitario y en educación primaria tienen un impacto redistributivo importante, mientras que el gasto en pensiones resulta altamente regresivo, ya que, con frecuencia, los más pobres se emplean en el sector informal y, por tanto, están excluidos de los beneficios del sistema, situación que las reformas de la Seguridad Social no han conseguido mejorar.
En conjunto, el gasto social sigue presentando un perfil regresivo, dado que se concentra en aquéllos grupos con mayores ingresos. Por todo esto, en América Latina estas TCR van a ser un complemento a un Estado de bienestar que existe, pero que no ha conseguido universalizar su cobertura.
El segundo aspecto, igualmente importante, viene por el proceso de control de la inflación promovido en la región desde el final de la década de los 80. El mantenimiento de niveles de precios relativamente estables ha ayudado a la viabilidad de utilizar transferencias directas de dinero como instrumento de política asistencial, con una drástica reducción de los costes administrativos.
Entre 2002 y 2007 la aplicación de estas políticas y las mejoras de las economías latinoamericanas que experimentaron crecimiento del PIB per cápita y del empleo, permitieron importantes avances en la reducción de la pobreza. Según el Panorama Social de América Latina 2008 la pobreza cayó de 221 a 184 millones de personas, al tiempo que también caía la indigencia de 97 a 68 millones. En términos porcentuales la pobreza pasaba del 44 al 34,1 por 100 y la indigencia del 19,4 al 12,6.
El crecimiento sostenido resultaba un componente clave cuyo efecto positivo se sumaba al de estas políticas de transferencia condicionada de renta, que tienen un objetivo de acumulación de capital humano, consiguiendo que los niños estuvieran mejor alimentados y tuvieran, por tanto, mejor salud, asistieran más a clase y obtuvieran mejores resultados académicos. Las transferencias tratan de compensar el coste de oportunidad que para las familias supone el que los niños se mantengan en clase en vez de estar “trabajando” para las familias, ya sea cuidando a sus hermanos o en otras tareas. Se trataba de lograr cambios progresivos que en el largo plazo sirvieran para mejorar sustancialmente la situación de los más desfavorecidos, no obstante esta estrategia depende crucialmente de la estabilidad macroeconómica.
Tsunami de los alimentos y crisis mundial
En el año 2008 esta evolución favorable se vio trastornada por los aumentos de los precios de las materias primas y, sobre todo, con la subida de los precios de los alimentos. Esta subida de precios fue, en palabras del Programa Mundial de Alimentos, ”un silencioso tsunami” que afectó de manera especial a los más pobres que dedican la mayor parte de sus recursos a la compra de alimentos, con protestas que se extendieron por todos los países en desarrollo. Todavía es relativamente pronto para tener los datos de las encuestas de presupuestos familiares que se usan para medir la pobreza en cada uno de los países, pero la FAO ya ha señalado que en el conjunto del mundo aumentó en 100 millones el número de los hambrientos entre 2007 y junio de 2009.
Las proyecciones de CEPAL en diciembre de 2008 también apuntaban a un aumento de la indigencia en América Latina, y estas malas perspectivas se han confirmado ya oficialmente para México, donde el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (CONEVAL) ha informado de un fuerte aumento entre 2006 y 2008 de la pobreza alimentaria (indigencia) desde el 13,8 % de la población hasta el 18,2 y un aumento de la pobreza total del 42,6 al 47,4. Debe destacarse que éste es un período de crecimiento de la economía mejicana (lento pero positivo en términos per cápita).
Este deterioro derivado de la crisis de los alimentos se va a sumar ahora al que se deriva del frenazo en la trayectoria de crecimiento que se pronostica para América Latina en el 2009 derivado del contagio de la crisis mundial. A pesar de que América Latina está mucho mejor preparada que en ocasiones anteriores para afrontar esta crisis en términos de estabilidad macro, reservas internacionales y tamaño y estructura de la deuda, entre otros aspectos, no cabe duda de que el contagio es inevitable.
CEPAL espera una contracción del PIB de la región del -1,9 en 2009, lo que en términos per cápita implica una caída de más del 3 % del PIB, con impactos en el mercado del trabajo y aumentos añadidos de la pobreza y la indigencia. Aunque la crisis afectará más a México (con una caída esperada del -7 %) que, por ejemplo, a Brasil (-1 %), con ella se cierra el ciclo de crecimiento que se inició en 2003.
El efecto de la crisis de los alimentos de 2008, cuyos resultados empiezan ya a ser conocidos (a pesar de los intentos de algunos gobiernos de maquillar las cifras), y los avances sobre el comportamiento de las economías latinoamericanas en 2009, con caídas generalizadas del PIB per cápita y del empleo, ponen en cuestión toda la estrategia de mejora incremental de los programas de transferencias condicionadas, pues este empobrecimiento puede desatar respuestas de las familias (en términos de abandono escolar) que comprometan el incremento de capital humano de largo plazo que se busca.
El gasto social focalizado dedicado a los más pobres ha sido muy limitado y en casi ningún país ha pasado del 1 % del PIB. La llegada de estas crisis demuestra que estos apoyos, sin duda valiosos y con efectos claros en la reducción de la pobreza, son insuficientes para garantizar una acumulación de largo plazo en un entorno de inestabilidad de precios y de recesión económica.
La solución, por supuesto, no está en la desaparición de estos programas, sino en su refuerzo con otros programas también focalizados que se puedan activar de manera anticíclica ante estas coyunturas.
Las élites de los países latinoamericanos han tenido muchos problemas para financiar estos programas. Existe un riesgo importante de que la crisis y el recorte de los ingresos públicos (1,8 % del PIB, que también avanza CEPAL para 2009) impida una apuesta por estos programas que permita a los pobres seguir invirtiendo en capital humano y mantener la promesa de mejores condiciones de vida para las siguientes generaciones.
Hay un riesgo grande de que estas dos crisis se lleven por delante lo ganado en el periodo de crecimiento 2003-2007 y que los pobres pierdan la esperanza de que sus hijos vayan a tener, si no igualdad de oportunidades, que en la región es un concepto radicalmente utópico todavía, al menos mayores oportunidades de las que ellos tuvieron. Las élites deben ser conscientes de que estas crisis están poniendo a prueba su compromiso con los Objetivos de Desarrollo del Milenio y con el bienestar de los más débiles, y van a generar tensiones adicionales en sociedades con niveles de cohesión social muy limitada, abriendo la puerta a opciones más radicales que tengan, al menos en el discurso, un compromiso mayor con el bienestar de los más desfavorecidos.