Stefano Zamagni. Profesor de la Universidad de Bologna
1. Introducción y motivación
El tema de la innovación responsable es el último eslabón de la larga cadena en que se ha convertido el debate público sobre la responsabilidad social empresarial (RSE), una cadena iniciada en 1953, cuando, en el ensayo Social responsability of businessmen, Howard B. Bowen escribió que “la responsabilidad social de los empresarios consiste en la obligación de perseguir aquellas políticas y de adoptar aquellas líneas de actuación deseables en relación con los objetivos y valores de nuestra sociedad” (p. 6). La novedad que los desarrollos más recientes de la RSE han producido consiste en reivindicar que la actividad innovadora de la empresa debe estar sujeta al juicio moral. La novedad no es baladí si consideramos que la evaluación de la innovación es prospectiva, es decir, es una iniciativa que trata de conjeturar qué consecuencias podrán derivarse para la sociedad de referencia como resultado de las actividades de innovación.
Como es fácil de comprender, se trata de un importante paso adelante en el camino hacia la responsabilidad de la empresa. De hecho, no se limita a pedir a la empresa que dé fielmente cuenta de lo que hace, además de tener en cuenta las aspiraciones legítimas de todos sus interesados [stakeholders]. (El término stakeholder aparece por primera vez en un informe de investigación del Stanford Research Institute de 1963 para describir todos “aquellos grupos de personas sin cuyo apoyo la organización dejaría de existir”, a saber: propietarios, empleados, clientes, proveedores, comunidad.) Lo que además se pide a una empresa que quiera llamarse responsable es que, en el momento mismo en que se pretende iniciar un proceso de innovación, se esfuerce por predecir el impacto potencial de la innovación en la comunidad a la que pertenece, y no sólo en su propio rendimiento empresarial.
Es sabido que las innovaciones empresariales se dividen en tres grandes tipologías. Están las innovaciones de sustitución –a veces conocidas como innovaciones de producto– que sustituyen a un producto por otro mejor. (Se trata de innovaciones que no generan crecimiento.) Luego encontramos las innovaciones cost-reducing, que sustituyen el mismo producto por otro menos costoso. (Estas destruyen puestos de trabajo.) Por último tenemos las innovaciones de ruptura (disruptive innovations –como las ha llamado C. Christensen– que transforman productos complejos y costosos en productos sencillos y económicamente accesibles para todos. (Estas son las innovaciones que crean puestos de trabajo y generan crecimiento.)
Ahora bien, es un hecho que la economía dominante (y la práctica de negocios en la cual se inspira) ha desarrollado una técnica para evaluar las inversiones que no favorece a las innovaciones de ruptura. La razón es simple: ante la perspectiva de hacer algo nuevo, la empresa compara el coste marginal con lo que gana con el producto “antiguo”. El resultado, normalmente, tiende a favorecer al producto existente, ya que es menos costoso. (Es célebre la historia de Blackbuster que, a finales de los años noventa del siglo pasado, perdió su apuesta con Netflix que había comenzado a distribuir vídeos por correo y luego por Internet. La dirección de Blackbuster consideró, en cambio, que era menos costoso servirse de su propio patrimonio inmobiliario, porque ya estaba amortizado. En 2010 Blackbuster irá a la bancarrota.) Si generalizamos por un momento, debe saberse que indicadores tales como la “tasa de rendimiento de inversión” o como el “retorno sobre activos netos” llevan a la gente a buscar ganancias rápidas y a corto plazo. El resultado último es que la obsesión por la rentabilidad financiera (ROE) y, en general, la visión a corto plazo se produce a expensas del desarrollo.
Son notables las iniciativas a nivel internacional para promover la cultura y las prácticas de RSE. Y son varios los estándares de “Responsabilidad Social Corporativa” sugeridos hasta ahora. Piénsese en los promovidos por la ISO (International Organization for Standardization) 26000 y los producidos en los últimos años en el contexto europeo: el proyecto “Res-Q” italiano; el “Values Management System” alemán; los proyectos SIGMA y AA1000 ingleses, y otros. Sin duda hay que reconocer todos estos esfuerzos, pero también hay que reconocer igualmente que el giro radical consiste en la transición de la responsabilidad social de la empresa a la responsabilidad civil de la empresa. De hecho, considero que ya no es suficiente que las empresas se comprometan ante sus interesados – internos y externos– tratando de perfeccionar y de aplicar cada vez más ampliamente los estándares que han decidido adoptar. De hecho, siendo ellas mismas una clase de interesado, además bastante potente, las empresas deben hallar la forma de dialogar argumentativamente con los gobiernos y la sociedad civil organizada según el canon de gobernanza conocido como subsidiariedad circular. La resolución aprobada el 22 de enero de 2014 por el Consejo de Europa sobre la “Responsabilidad Social Compartida” (Shared Social Responsability) se mueve precisamente en esta dirección.
Generalizando por un instante es posible interpretar la tendencia sobre el valor compartido y la ciudadanía corporativa como una expresión particular, pero significativa, de las no pocas novedades que caracterizan a los estudios recientes sobre la organización y la gestión empresarial. Entre estas novedades, una que no puede no mencionarse es el desplazamiento de la atención de la organización como fenómeno circunscrito, analizado principalmente en términos de su dinámica interna, a las relaciones entre formas organizativas diversas (y, por tanto, diferentes modelos de gestión) y el contexto socio-institucional de referencia. El ambiente cultural, político y social en el que opera la empresa ya no son considerados por la ciencia contemporánea de la gestión empresarial como algo irrelevante o de importancia secundaria, si bien es cierto que todavía demasiado pocas de estas importantes novedades se han incorporado en la práctica de gestión. Una práctica todavía hoy dominada por las modas gerenciales –mantenidas en vida por el floreciente mercado de los servicios de consultoría de negocios– que son reflejo de un mundo que ya no existe: el mundo de la sociedad taylorista.
En este mundo la noción misma de responsabilidad social de la empresa carecía de sentido y la capacidad de gestión se reducía básicamente a la posesión de métodos e instrumentos para resolver racionalmente los problemas típicos de la gestión ordinaria de la empresa. La gobernabilidad de la empresa en sentido estricto era todo lo que se les pedía asegurar a sus gestores. Esta concepción, que separa –si se me permite, no que distingue– los hechos de los valores, la esfera de lo político de la esfera de lo económico, los intereses legítimos de los sentimientos morales de quienes trabajan en la empresa, las motivaciones extrínsecas de aquellas intrínsecas, acabó por convertirse en las últimas décadas en una especie de pensamiento único, se extendió por todas partes como una mancha de aceite, tanto en la academia como en los lugares de trabajo. Concebir la empresa exclusivamente como una mercancía (the firm as a commodity) que puede comprarse y venderse según la conveniencia del momento, y no como asociación (the firm as association) donde interactúan, a veces de manera contradictoria, diferentes clases de interesados, significa olvidar que las empresas en cuanto organizaciones formales, a las que la sociedad les asigna la tarea de transferir valores y generar expectativas de progreso, caracterizan cada vez más nuestro panorama social, sustituyendo obsoletas formas comunitarias de agregación. Y también significa olvidar que alrededor de dos tercios del tiempo de vida de un adulto en edad laboral transcurre hoy frecuentemente en alguna de estas organizaciones. Lo que equivale a decir que la empresa es, en esta época, uno de los principales lugares de formación del carácter humano; esta es una idea que ya Alfred Marshall a finales del siglo XIX había elaborado de manera muy eficaz en sus clases de economía en Cambridge (Reino Unido). No tener en cuenta esta verdad significa ignorar el enorme poder que tiene quien guía la empresa para forjar la calidad de vida de un número inmenso de personas y para determinar las condiciones de la felicidad pública.
2. De la responsabilidad social a la responsabilidad civil de la empresa
La empresa socialmente responsable ha alcanzado sin duda hitos importantes a la vanguardia de la civilización del mercado. Pero estos no bastan. Como he indicado en Impresa responsabile e mercato civile, a día de hoy, y cada vez más en el futuro próximo, a la empresa se le pedirá no sólo producir riqueza de una manera socialmente aceptable, sino también concurrir, junto con el Estado y la sociedad civil organizada, para rediseñar el marco económico e institucional heredado del pasado reciente. Ya no se trata, de hecho, de conformarse con que la empresa cumpla con las reglas de juego “dadas” por otros –las instituciones económicas no son, en esencia, otra cosa más que las reglas del juego económico. Piénsese en las reglas del mercado de trabajo, del sistema bancario, en la estructura del sistema fiscal, en las características del modelo de bienestar, y demás. Lo que también se requiere es que la empresa, como jugador y miembro influyente del club del mercado, acepte contribuir a reescribir todas las reglas que se hubieran vuelto obsoletas o incapaces de asegurar la sostenibilidad del desarrollo humano integral.
En un trabajo reciente, Acemoglu y Robinson (2012) distinguen oportunamente entre las instituciones económicas extractivas e inclusivas. Las primeras son las reglas del juego que favorecen la transformación del valor añadido creado por la actividad productiva en renta parasitaria o que empujan a la asignación de los recursos a las distintas formas de la especulación financiera. Las segundas, por el contrario, son aquellas instituciones que tienden a facilitar la inclusión en el proceso productivo de todos los recursos, especialmente la mano de obra, garantizando el respeto de los derechos humanos fundamentales y la reducción de las desigualdades sociales. A partir de un sólido aparato teórico y empírico-histórico, los autores muestran cómo el declive –hasta el colapso– de una noción comienza cuando las instituciones extractivas prevalecen, hasta ahogarlas, sobre las instituciones inclusivas.
Así, la empresa civilmente responsable es la que se provee de los instrumentos a su disposición para acelerar la transición de un marco institucional extractivo a otro de tipo inclusivo. Esto significa que ya no es suficiente, como es el caso de la noción de responsabilidad social, que la empresa esté dispuesta a vincular la consecución de su objetivo a la satisfacción de ciertas condiciones –en primer lugar la condición que impone tener en cuenta las exigencias y la identidad de todas las clases de interesados. Lo que además requiere la noción de la responsabilidad civil es que la finalidad misma de la actividad económica cambie en el sentido de tender a la democratización del mercado. Si la empresa socialmente responsable es aquella que tiene como objetivo poner en práctica la democratización de su propia gobernanza –es decir, poner en práctica el así llamado democratic stakeholding–, la empresa civilmente responsable asume además el objetivo de contribuir a democratizar el orden del mercado. Trataré de aclarar el punto, porque es de cierta importancia.
El edificio teórico de la RSE utiliza el contrato como su instrumento principal, tanto a nivel lógico como operativo. Pero el contrato, en la medida en que postula la horizontalidad de las relaciones intersubjetivas y la simetría entre las partes contrayentes, es el instrumento típico con el que funciona el mercado, pero no la compañía, que se basa más bien en el principio de jerarquía y, por lo tanto, en la verticalidad y asimetría de las relaciones entre las partes. El mérito notable del movimiento de ideas de la RSE ha sido (y es) aplicar dentro de la empresa la lógica del contrato, evidentemente en la versión del contrato social. Como bien ha señalado Lorenzo Sacconi (2013), conceptualmente la empresa se piensa como una micro sociedad liberal multistakeholder fundada en un contrato social de tipo rawlsiano. El contrato –escribe L. Brown (2009)– entra en la empresa desplazando la centralidad de la jerarquía. Es por eso que el camino inicial de la RSE ha estado lleno de obstáculos. Pensar en la democratización de la empresa, alterando el principio jerárquico, sólo podía ser visto con recelo por quienes se quedaron –y, en parte, aunque sea un número menor, todavía hoy permanecen– ligados al dualismo empresa-mercado considerado como una garantía de preservación del orden capitalista. Hay que ser liberal en el ámbito del mercado –enseñaba Milton Friedman– pero no dentro de la empresa.
El reto que el enfoque de la responsabilidad civil de la empresa (RCE) trata hoy de recoger apunta a la democratización del mercado. Fenómenos trascendentales como la globalización y la revolución de las nuevas tecnologías tienden a generar crecientes asimetrías de poder, poniendo así en peligro la horizontalidad de las interrelaciones. Ahora, en una época como la actual, en que el contrato se ha convertido en el principal instrumento de innovación jurídica, una nueva fuente de derecho y no una mera aplicación de la ley, la empresa civilmente responsable es aquella que comprende que el solo cumplimiento de normas contractuales que no se derivan de una auténtica poliarquía, es decir, que no son el resultado de un proceso de negociación entre los diferentes tipos de empresa, no es suficiente para garantizar la sostenibilidad social y ética del sistema de mercado. Es fácil darse cuenta de esto si se piensa que durante más de un cuarto de siglo el lugar principal del poder está en el mercado y, por lo tanto, muy difícilmente la política, por sí sola, puede hoy en día ser capaz de controlar y orientar el proceso económico. Los acontecimientos que llevaron a la crisis económica y financiera del 2007-08 son la confirmación más elocuente de esta auténtica novedad. Consideremos, por poner sólo un ejemplo, el fenómeno del “too big to fail”: hay bancos y empresas tan grandes que no pueden quebrar. Como si se dijera que actualmente hay actores económicos suficientemente grandes y poderosos capaces de ejercer un chantaje real a los gobiernos nacionales ateniéndose al riesgo moral (moral hazard). Es por eso que no es prudente, ni inteligente, seguir creyendo en la “vieja” idea de un mercado como espacio de amoralidad y de una política democrática como una fuerza capaz de mantenerlo bajo control y de dotarlo de orientación. Si no es el mercado mismo el que se democratiza, será difícil garantizar en el futuro un orden social donde la libertad no es sólo libertad de elección, sino sobre todo libertad para elegir (es decir, capacidad de elección).
3. Pluralidad de las formas de empresa y democratización del mercado
Un reconocimiento original y, en algunos aspectos, inesperado del argumento antes desarrollado es el que procede del libro editado por M. Kinsley (2009) con el título evocador: Creative capitalism: a conversation with Bill Gates, Warren Buffett and other economic leaders (New York, Simon & Schuster). La novedad que se percibe es que ya no es extraño, en Norteamérica, encontrar las empresas capitalistas que, en vez de dedicarse a fortalecer fundaciones empresariales a las que confiar tareas tradicionales de naturaleza filantrópica, han comenzado a crear empresas sin fines de lucro que, con una lógica emprendedora, se ocupan de producir y gestionar bienes y servicios en áreas tales como el bienestar, los bienes comunes (commons), el patrimonio cultural, e incluso otras. Piénsese –por citar sólo algunos ejemplos– en el caso de la Pacific Community Ventures, en la Emancipation Network, en las B-Corporations (Beneficial Corporations), en las Low-profit Limited Liability Companies, nacidas en 2008 y ahora en rápida expansión. Las Empresas Benéficas no operan para maximizar la rentabilidad para los accionistas, sino para alcanzar fines específicos de interés público (actividades con cero impacto socio-ambiental, viviendas populares, educación, inserción laboral de las personas desfavorecidas, etc.). Desde 2010 y hasta la fecha, siete estados de los EE.UU. ya han aprobado una ley que prevé, y por tanto legaliza, este tipo de empresas.
Robert Shiller (2012) anticipa incluso otro tipo de empresa, especialmente eficaz en el caso de que se quisieran realizar obras de interés colectivo para las que se requieren ingentes recursos financieros. Se trata de las Participation non profit enterprises (empresas con participación sin fines de lucro), autorizadas a emitir acciones (además de bonos) que proporcionan grandes beneficios fiscales al suscriptor con la única condición de que, en caso de venta de acciones, los beneficios se inviertan en otras empresas del mismo tipo. De lo contrario, el inversor, si quisiese conservar para sí las ganancias, deberá devolver los beneficios fiscales que recibió. Una tendencia análoga se está consolidando en Europa desde que en 2005 nacieron en Gran Bretaña las Community Interest Companies y después de que la Comisión de la Unión Europea, en su Resolución de noviembre de 2011, ha alentado explícitamente a los 27 países de la UE a tomar el rumbo de la “empresa social” definida como: “aquella actividad empresarial cuyo objetivo principal es el impacto social más que la generación de beneficios para sus miembros”. El objetivo declarado es promover el surgimiento de mercados de capitales responsables, es decir, anti especulativos. (http://ec.europa.eu/internal-market/social-business/index-en.htm). Es en este contexto en el que se explica la rápida difusión incluso en Italia de fenómenos web, como el social lending (préstamo hecho a través de plataformas de pares que facilitan el cruce entre la oferta y la demanda) y el crowdfunding (el donante potencial va en busca de proyectos que considera dignos de recibir sus fondos). El punto que merece atención es que el crowdfunding es un ejemplo, por ahora limitado, pero con un alto potencial de desarrollo, de un proceso de tipo cooperativo entre personas que deseen poner a disposición de otras sus propios recursos (monetarios o no) con el fin de fundar nuevas empresas o incluso crear nuevos mercados para los bienes y servicios. Con el crowdfunding y el social lending se persigue el objetivo, en última instancia, de crear un auténtico accionariado popular, promovido a través de la web, capaz de ofrecer servicios de “business coaching”, y así se busca dar pie al surgimiento de nuevos tipos de empresa, diferentes de la capitalista tradicional.
Como documenta C.R. Taylor (2009), más allá de las peculiaridades que distinguen un caso del otro, el mismo objetivo subyacente es compartido por estas diferentes formas de organización: producir una auténtica democratización del mercado, mediante la pluralización de los tipos de empresas que pueden operar en él. Como en el terreno político, donde se requiere el pluralismo de partidos para que podamos hablar de democracia política, así también en el ámbito económico deben ser capaces de trabajar, codo con codo, diferentes tipos de empresas, si se quiere democratizar el mercado. La competencia en el mercado es cierta no tanto cuando los agentes económicos pueden elegir entre una serie de empresas, aunque sean todas del mismo tipo, sino más bien cuando la elección se extiende a diferentes tipos. Luigino Bruni (2009) caracteriza como civil a aquella empresa que es capaz de convertirse en intérprete y protagonista de una sociedad que está cambiando profundamente. La empresa civil es “amiga de la sociedad”, porque es capaz de reconocer que hay en ella pasiones, ideales, relaciones humanas, que no siendo mercancías, no pueden ser tratados de la misma forma que las mercancías. Cuando esto sucede –y sucede a menudo– es el mismo bien de la empresa el que se ve perjudicado y no sólo el bien común de la civitas. No es difícil darse cuenta de esto. Si la empresa es sólo un negocio –de acuerdo con el aforismo de que “business is business”–, es evidente que será capaz de atraer a personas de baja calidad relacional, es decir, a los gerentes y a los trabajadores que actúan sólo por motivaciones extrínsecas. Si la seña cultural que la empresa da se basa exclusivamente en el beneficio, es evidente que dicha seña será captada principalmente por personas de un tipo determinado. Pero –precisa Bruni– el beneficio o el dinero es un incentivo muy débil para mover las energías más elevadas y potentes y de las personas – cuya seña más relevante es la libertad, que no puede producirse ni comprarse. Y donde no hay libertad, no puede existir creatividad, y mucho menos capacidad de innovación.
4. La ciudadanía global de la empresa como expresión de responsabilidad civil
Un área importante de aplicación de la RCE es la que se refiere a la “ciudadanía corporativa global” (corporate global citizenship). Este término fue introducido por primera vez, de forma explícita, por Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial, en un ensayo publicado en Foreign Affairs (febrero de 2008), que habla de un “nuevo imperativo” para las empresas que operan a escala global. “Este [el imperativo] expresa la creencia de que las empresas no sólo deben relacionarse con sus interesados, ya que ellas mismas están involucradas junto a los gobiernos y la sociedad civil. Los líderes de las empresas deben comprometerse con el desarrollo sostenible y hacer frente a retos globales como el cambio climático, la prestación de atención sanitaria pública, la gestión de los recursos, especialmente el agua. Dado que estos problemas globales tendrán un impacto cada vez mayor en las empresas, no comprometerse con ellos causará serios daños al mismo resultado final. Y dado que la ciudadanía global está en el interés –iluminado, no miope– de la empresa, esta es ciertamente sostenible” (p. 2, citado en Waddock, 2009). Como se deduce de este pasaje, es clara la invitación a la empresa para superar la perspectiva de la mera responsabilidad social, que sin embargo sigue siendo necesaria.
En la misma línea se mueven los resultados del proyecto de investigación “Response”, editado por la Comisión Europea y EABIS y publicado en 2008. El mensaje central que aparece es que ya no es suficiente, para abordar con seriedad los grandes temas del actual cambio de época, el compromiso activo de los interesados en la primera línea de las demandas y de la participación en la vida de la empresa. Lo que se necesita además es un “reparto real de poder” entre organizaciones empresariales, gubernamentales y sociedad civil organizada. En otras palabras, ya no basta con declinar la responsabilidad de la empresa con los términos de un modelo de gobernanza y gestión estratégica orientado a crear valor para todos los interesados y distribuirlo en partes iguales entre quienes ayudaron a crearlo. Y esta es también la posición de Allen White y Marjorie Kelley, fundadores de Corporation 2020, un think tank estadounidense influyente en temas de responsabilidad de la empresa. De los seis principios que Corporation 2020 señala como particularmente urgentes para lograr una reescritura de las reglas del juego económico, merecen un énfasis especial los tres siguientes: el objetivo de la empresa es poner los intereses privados al servicio del interés público; las empresas deben ser gobernadas de una manera participativa, porque la transparencia por sí sola ya no es suficiente; la empresa debe tener como objetivo fomentar, en positivo, el respeto de los derechos humanos fundamentales (www.corporation2020.org).
Huelga observar que, prescindiendo de los comportamientos reales, cuando se habla de ciudadanía corporativa afirmamos –como sugiere Henriques (2009)– tanto que las empresas son personas (obviamente jurídicas) como que, precisamente porque son tales, pueden ser consideradas como ciudadanos. Si las empresas son personas, entonces son sujetos en sí mismos moralmente responsables –y no sólo son responsables quienes trabajan en ellas. Por otro lado, si las empresas tienen la condición de ciudadanos, les corresponden, además de los derechos, los deberes propios de la ciudadanía, en primer lugar el deber de contribuir al bien común. Resulta aquí oportuna una nota aclaratoria sobre la noción de bien común. La categoría del bien común debe distinguirse tanto de la de bien total –de ascendencia utilitarista– como de aquella de bien público, de derivación estructural-organicista. El bien total es la suma de los bienes individuales, mientras que es público aquel bien cuyo acceso se asegura a todos, pero cuyo disfrute por parte del individuo es independiente del de los demás. En el caso del bien común, en cambio, la ventaja que cada uno obtiene de su uso no puede separarse de la que los demás logran de él. Por lo tanto, el beneficio que un individuo logra del bien común se consigue junto al de los demás, ni en contra ni independientemente (Zamagni, 2010).
Un ámbito donde la noción de ciudadanía corporativa tiene un campo ejemplar de aplicación es el que se refiere al compromiso de la empresa con el desarrollo del territorio donde opera. Hoy sabemos que el éxito de la empresa va de la mano del territorio del que forma parte. Si este último no es capaz de proporcionar, por ejemplo, niveles adecuados de educación, servicios sanitarios que incidan en el nivel medio de la salud, una organización del trabajo capaz de conciliar, de una manera decente, los tiempos de la vida familiar y los tiempos de trabajo, y así sucesivamente, la empresa nunca logrará éxitos duraderos, sean cuales sean las habilidades de su dirección. De hecho, es bien conocido que el aumento en el promedio del estado de salud de la población crece más que proporcionalmente con el nivel de la productividad del trabajo. Lo mismo ocurre con el nivel de capital humano y para un sistema de bienestar que facilite la tasa de participación femenina en el mercado laboral. Es por eso que la empresa civilmente responsable no se desentiende de este tipo de problemas, considerando que la única solución para ellos deba proporcionarla el organismo público, al cual correspondería la titularidad de las intervenciones.
El concepto de responsabilidad social compartida, que en los últimos tiempos han hecho suyo las instituciones europeas, recoge precisamente el objetivo –que la Comisión Europea ha comenzado a traducir en diversas direcciones específicas– de que entre las empresas, las autoridades públicas y las organizaciones de la sociedad civil se den nuevas formas de cooperación. De hecho, la creciente demanda de responsabilidad social compartida –una demanda que postula, como especificación importante, la noción de ciudadanía corporativa– está estrechamente ligada a la evolución reciente del estado de bienestar, a la desregulación de los mercados, a la deslegitimación de la intervención estatal en la economía en clave meramente asistencialista.
No es difícil darse cuenta de esto. Ahora mismo ya se da por sentado, especialmente en el plano cultural, que el relanzamiento del proceso de desarrollo sostenible es posible sólo sobre la base del paradigma del valor compartido. Es este un paradigma que va más allá tanto de la lógica de la explotación de los recursos naturales y humanos (lógica que ha caracterizado la larga fase de la sociedad industrial) como de la centralidad del así llamado consumismo a débito. El nuevo camino de desarrollo que las economías avanzadas pueden recorrer es aquel que reúne economía y sociedad, armonizando el éxito de la empresa con el de la comunidad. Esto significa que para crear valor se debe avanzar hacia una alianza entre Estado, mercado y sociedad civil desde la perspectiva del valor compartido: sólo así lograrán activar las mejores energías presentes en la sociedad. Resulta de especial interés, no tanto por la idea en sí, sino por la fuente de la que procede –la de los principales exponentes de la moderna ciencia de la administración– recordar el siguiente pensamiento de Michael Porter y Kramer Marcus (2011): “El concepto de valor compartido reconoce que son las necesidades de la sociedad, y no sólo las necesidades económicas convencionales, las que definen los mercados. Reconocer que los desastres sociales y los problemas sociales producen con frecuencia costes internos a las empresas ... El valor compartido consiste en ampliar la dotación total de valor económico y social ... Ha llegado el tiempo de tener una visión más amplia de la creación de valor ... Necesitamos una forma más sofisticada de capitalismo, impregnada de finalidades más sociales” (p. 85).
Una vez más, la matriz filosófica del pragmatismo, típica de la cultura norteamericana, termina ejerciendo su hegemonía en prejuicios ideológicos que todavía dominan no pocos ambientes académicos y políticos europeos, prejuicios en virtud de los cuales seguimos creyendo que la empresa no puede tener otro canon de referencia que el taylorista –que también se ha aplicado por primera vez precisamente en los EE.UU. En el último decenio una parte no despreciable –aunque todavía minoritaria– del mundo de los negocios, también italiano, va comprendiendo la necesidad de un reorientación hacia un modelo de empresa no sólo más atento a las dimensiones sociales y ambientales, sino sobre todo preparado para incluir en la función objetivo de la empresa, es decir, en el core business, el principio de valor compartido. Como se comprende, esto marca la superación de la noción tradicional de responsabilidad social de la empresa, un concepto que mantiene una doble escisión, la que existe entre el momento de la producción y el momento de la distribución de valor y aquella entre competencia posicional y competencia cooperativa. Hoy hemos llegado al punto de que la portada de la “Harvard Business Review” puede escribir: “Las mejores empresas crean valor para la sociedad, resuelven los problemas del mundo y también obtienen beneficios” (sic).
5. Las cualidades típicas del emprendedor civil
Se ha dicho que la creación de valor en nuestros días cuestiona a toda la sociedad y no sólo a una parte de ella, al sistema económico. La generación de valor ha vuelto hoy –como ya había sucedido en la época del humanismo civil en el siglo XV– a tener necesidad de personas y no sólo de simples individuos y, por tanto, de relaciones. En esto radica el sentido más profundo que está en la base de aquel nuevo modelo de economía de mercado, del cual se está hablando desde hace algún tiempo, que es el capitalismo compartido (Kruse et al., 2012). El shared capitalism es un marco organizacional diseñado para alinear las aspiraciones de los interesados [stakeholders] con los de los accionistas [shareholders] y poner a la empresa en diálogo con todas las esferas en que se articula la sociedad. La evidencia empírica muestra que, incluso si se aplica de manera parcial, este modo de producción aumenta de manera significativa el nivel de los diversos indicadores de desempeño corporativo. Valor y riqueza pueden aumentar, de hecho, sólo mediante una cooperación leal entre empresas, instituciones públicas, sociedad civil organizada, ya que –como señala Magatti (2012)– lo que la economía hace coincide y coincidirá cada vez más con aquello que la enraíza en su contexto social.
Estamos en vísperas de una nueva etapa empresarial que se caracteriza tanto por el rechazo de un modelo basado en la explotación a favor de un modelo centrado en el principio de reciprocidad, como por el esfuerzo de dar un sentido, es decir, una dirección, a la actividad de la empresa, que no puede reducirse a pensarse como mera “máquina de hacer dinero”. De hecho, cada vez es más popular entre los mismos empresarios la creencia de que el beneficio no puede ser el único objetivo de la empresa y sobre todo que no puede haber equilibrio entre beneficio y compromiso social, entre beneficio y progreso cívico. Porqué el “cómo” se genera beneficio es tan importante como el “cuánto” se produce. Por decirlo con una ocurrencia, el cambio al que estamos asistiendo es de la concepción de que “lo que es bueno para la empresa es bueno para la sociedad” a la concepción opuesta según la cual “lo que es bueno para la sociedad es bueno para la empresa”. No hay quien no vea cómo el valor compartido reclame necesariamente una empresa civilmente responsable en el sentido indicado en las páginas precedentes.[1]
Los términos empresa y empresario fueron acuñados, por vez primera, por el economista irlandés Richard Cantillon en 1730 –antes de aquel momento se utilizaban otras expresiones para referirse a quienes se dedicaban a la actividad productiva. Tres son las características fundamentales que distinguen a esta figura. La primera es la propensión al riesgo. El empresario es una persona que ama el riesgo, obviamente calculado. Esto significa que el empresario actúa incluso antes de saber cuál será el resultado de su actividad. Es un poco como el explorador que avanza en el territorio a pesar de no disponer del mapa. La segunda característica es la capacidad de innovar. El empresario no es tal si se limita a replicar lo realizado por otros. Por lo tanto, es un sujeto que ayuda a ampliar la frontera de las posibilidades productivas. En este sentido, el empresario es un agente de cambio. Y esto puede relacionarse con el producto (innovación de producto), con el proceso productivo (innovación de proceso), con la organización interna (innovación organizativa). En esencia, el empresario es el sujeto capaz de tender un puente entre los lugares de producción del conocimiento y los lugares en los que se aplica. Por último, el ars combinatoria (el arte de la combinación). Al igual que el director de orquesta, el empresario debe conocer no sólo las capacidades de sus colaboradores, sino también las características del genius loci, y esto con el fin de organizar el proceso productivo de manera que se favorezca la armonía de todos los componentes. Si el empresario carece de este arte, la empresa se convierte en un lugar de conflicto, lo que lleva a la suboptimidad de los resultados y a veces a su ruina. Téngase en cuenta que la capacidad de combinación es un arte y no una técnica que se puede aprender en un manual de instrucciones. (Recuérdese que la raíz de arte se refiere al término areté, que en griego significa virtud. Por lo tanto, el empresario auténtico es virtuoso.)
Claramente estos tres atributos están presentes, en diversas formas y en diversos grados, en los empresarios del mundo real. Y de hecho hay quienes tienen éxito y quienes no. Esto depende de una serie de factores, tanto subjetivos como objetivos. Por ejemplo, hay culturas que fomentan más que otras el ingenio y la actitud hacia el riesgo. Estas culturas se basan en la idea de desarrollo y progreso humano integral. Del mismo modo, hay sistemas sociales que favorecen más que otros la práctica del ars combinatoria: es prácticamente imposible lograr la armonía dentro de la empresa si en la economía persisten grandes desigualdades en la distribución del ingreso y de la riqueza. Lo importante a tener en cuenta es que estos tres elementos deben estar presentes de alguna manera y en cierta medida en el espíritu empresarial.
¿Por qué, sobre todo en estos tiempos, es tan importante insistir en el ars combinatoria? La respuesta se dará en breve. Siempre que diferentes personas realizan tareas que son interdependientes, se plantea un problema de coordinación como consecuencia de la división del trabajo. La interdependencia puede tener una doble naturaleza: tecnológica o estratégica. En el primer caso, son las características mismas del proceso productivo las que establecen las reglas de coordinación. El ejemplo típico es la cadena de montaje y, en general, el sistema taylorista. En la fábrica o en la oficina fordista la coordinación se consigue inmediatamente: es suficiente la jerarquía y un sistema de incentivos/castigos. Sin embargo, la realidad surgida tras la revolución de las nuevas tecnologías está dominado otro tipo de interdependencia. Estratégica significa que el comportamiento de cada componente de la organización depende, en buena medida, de sus expectativas sobre las intenciones y motivaciones de las personas que trabajan dentro y fuera de la empresa. En tales casos la coordinación es un meeting of mind (un encuentro de voluntades) por citar al economista estadounidense, premio Nobel, Thomas Schelling (1960) y esto significa que, si se desconocen las motivaciones que impulsan a la gente a actuar, difícilmente la empresa tendrá éxito. Esa es la razón por la que hoy se está hablando de humanistic management y se está repensando el modelo del “taller de Leonardo”.
¿Qué decir del fin en vista del cual el empresario hace lo que hace? Conocemos la respuesta de la corriente económica dominante: el fin de la empresa es la maximización del beneficio (a corto o largo plazo, según las versiones). Pero esto no es acertado, ya que, como la realidad nos muestra, los fines pueden ser diversos. El punto que debe subrayarse es que no es el fin perseguido lo que define la naturaleza de la empresa, sino los tres atributos que se han mencionado anteriormente. La elección del fin debe dejarse a la libre elección de los agentes, la cual a su vez depende del sistema motivacional de estos. En esencia, la empresa es el genus que contiene en su interior varias species según el objetivo deseado: capitalista, social, civil, cooperativa, pública. Un sistema económico verdaderamente liberal, respetuoso de la causa de la libertad, no puede pues favorecer o desalentar, a nivel fiscal o normativo, uno u otro tipo de empresa.
La reciente ola de interés por los temas y las prácticas de la responsabilidad civil de la empresa puede verse como el reconocimiento por parte del mundo empresarial de que ahora es el momento de proceder con decisión a la civilización del mercado, pese al colapso de todo el sistema. De hecho, si la RCI se ve como un mero instrumento u ocasión para aumentar las cuotas de mercado de las empresas, entonces tienen razón sus detractores, porque si el fin último que la empresa persigue es la eficiencia económica, la ley y un minucioso sistema de controles es todo lo que se necesita para esta tarea. Pero si el fin es más bien contribuir a hacer más civiles nuestras economías de mercado, entonces las críticas a la RCI son infundadas, ya que esta tiene un valor no sólo instrumental, sino también expresivo. Mientras que al gerente de la empresa “à la Friedman” nadie le pedirá cuentas del valor expresivo generado por ella, no ocurre lo mismo con el gerente de la empresa civilmente responsable (Guiso, Sapienza, Zingales, 2010).
Surge espontáneamente la pregunta: ¿en el contexto de economías de mercado, tales como las que ahora conocemos, es posible que empresas, cuyo modus operandi se basa en los principios de la RCI, lleguen a permanecer en el mercado y, posiblemente, a expandirse? Es decir, ¿qué espacio pueden conquistar empresas que se toman en serio la RCI en un ámbito como el económico, donde la orientación hacia la impersonalidad de las relaciones y al individualismo egoísta no sólo es fuerte, sino que también se considera un requisito indispensable para la buena gestión de la empresa? Sabemos la respuesta de quienes se identifican con la línea de pensamiento de Polanyi - Hirsch - Hollis, por mencionar sólo a los autores más representativos. La idea central de estos es que los agentes económicos, interviniendo en el mercado regulado sólo por el principio del intercambio de equivalentes, son inducidos a comportarse exclusivamente según su propio interés. Con el paso del tiempo, tienden a transferir este comportamiento a otros ámbitos sociales, incluso a aquellos donde el logro del bien común requeriría la adopción de actos virtuosos. (Virtuoso es el acto que simplemente no está en el interés común, sino que se hace porque está en el interés común.) Esta es la tesis del contagio tan cara a Karl Polanyi: “El mercado avanza sobre la desertificación de la sociedad”.
Distinta en sus argumentos, pero convergente en la conclusión, la posición de autores como Brennan y Hamlin (1995), para quienes la virtud, siendo un acto bueno repetido, y cuyo valor aumenta con el uso, como enseñaba Aristóteles, depende de los hábitos adquiridos por un individuo. De ello se desprende que una sociedad donde se privilegia a las instituciones económicas, que tienden a economizar el uso que los ciudadanos hacen de las virtudes, es una sociedad que no sólo verá reducirse su patrimonio de virtud, sino a la que le resultará difícil reconstituirlo. Esto se debe a las virtudes, como los músculos, se atrofian por la falta de uso. Brennan y Hamlin hablan, en este sentido, de la tesis del “músculo moral”: la economía en el uso de las virtudes desplaza la posibilidad de producir virtud. Así que cuanto más se confía en instituciones cuyo funcionamiento está relacionado con el principio del intercambio de equivalentes, los rasgos culturales y las normas sociales de comportamiento de la sociedad serán más congruentes con ese principio. Análoga, aunque más sofisticada, es la conclusión a la que llega Martin Hollis (1998) con su “paradoja de la confianza”: “Cuanto más fuerte sea el vínculo de confianza más puede progresar una sociedad; cuanto más progresa una sociedad sus miembros se vuelven más racionales y, por tanto, más instrumentales en sus relaciones. Cuanto más instrumentales se hacen, se vuelven menos capaces de dar y recibir confianza. Así el desarrollo de la sociedad erosiona el vínculo que la hace posible y del que continuamente necesita” (p. 73).
Como se entiende, si tuviesen razón estos (y otros) autores, serían pocas las esperanzas de poder dar una respuesta positiva a la pregunta planteada. Pero, afortunadamente, la situación no es tan desesperada como podría parecer a primera vista. En primer lugar, el argumento que sostiene la línea de pensamiento que aquí se discute sería aceptable si se pudiese demostrar que existe una relación de causalidad entre disposiciones e instituciones virtuosas, un vínculo por el cual se pudiese llegar a sostener que, trabajando en el mercado capitalista, los agentes llegan, con el tiempo, a adquirir por contagio una conducta individualista. Ahora, prescindiendo de la circunstancia de que tal demostración no se ha producido nunca, el hecho es que personas con disposiciones virtuosas, actuando en contextos institucionales en los que las reglas del juego se forjan desde la asunción del comportamiento egoísta (y racional), tienden a obtener mejores resultados que personas movidas por disposiciones egocéntricas. Por ejemplo, piénsese en las múltiples situaciones descritas por el dilema del prisionero. Jugado por individuos no virtuosos –en el sentido especificado más arriba– el equilibro al que llegan es siempre un resultado subóptimo. Jugado, en cambio, por sujetos que atribuyen un valor intrínseco, es decir, no sólo instrumental, a lo que hacen, el mismo juego lleva a la solución óptima. Generalizando por un instante, el hecho es que la persona virtuosa que opera en un mercado que se rige únicamente por el principio del intercambio de equivalentes “florece”, porque hace lo que el mercado premia y valora, incluso si la razón por la que lo hace no es alcanzar del premio. En este sentido, el premio refuerza la disposición interior, ya que hace que sea menos “caro” el ejercicio de la virtud.
En segundo lugar, la tesis de Polanyi y otros eruditos mencionados anteriormente requiere, para ser válida, que las disposiciones virtuosas sigan a los comportamientos, mientras que lo cierto es exactamente lo contrario. Ni siquiera el conductismo más estricto sostiene que el comportamiento es un prius respecto a las disposiciones del ánimo. No sólo eso, incluso si este argumento fuera cierto, no se podría explicar por qué, en las condiciones históricas actuales, caracterizadas por el predominio de las instituciones que “economizan la virtud”, estamos asistiendo a un florecimiento de organizaciones empresariales que se están moviendo en otra dirección. Esto sucede porque la naturaleza de lo que lleva al actor a elegir comportarse de manera virtuosa es relevante. De hecho, una persona que actúa de manera virtuosa por temor a la sanción (sea esta legal o social) o porque intrínsecamente está motivada para comportarse de esta manera marca una gran diferencia.
En definitiva, en un contexto como el actual en que prevalecen las instituciones económicas basadas en el principio del intercambio de equivalentes, ¿qué puede poner de manifiesto la posibilidad de una acción virtuosa –en el sentido de las virtudes cívicas– capaz de generar resultados positivos que podrían desencadenar el mecanismo de elección de las disposiciones al que acabamos de referirnos? La práctica de la responsabilidad civil por parte de la empresa. Esta es la auténtica tarea de sujetos que, basando su acción en el principio de reciprocidad, terminan por contagiar a otros. Es una especie de ley de Gresham a la inversa: ¡la moneda buena atrae a la mala! Pues bien, el sentido de la empresa civilmente responsable es abrir el mercado, ampliando su ámbito de acción y sobre todo la sostenibilidad. De hecho, no hay que olvidar que lo que “erosiona” el vínculo social no es el mercado en sí mismo, sino un mercado reducido a solo intercambio de equivalentes; no es, por lo tanto, el mercado civil, sino el “incivil”, que no fue construido –como sabían los humanistas del siglo XV– sobre la base de la reciprocidad como virtud civil (Bruni, Zamagni, 2004).
6. Conclusión
Para concluir, se trata de repensar, en clave generativa, el papel del empresario en el nuevo contexto económico resultado de los fenómenos de la globalización y de la tercera revolución industrial. Es comúnmente aceptado que la actividad económica, hoy en día, no puede concebirse de forma reductora en términos de todo lo que vale para aumentar el producto esperando que esto sea suficiente para asegurar la cohesión social; más bien, la actividad económica debe aspirar a la vida en común. Como Aristóteles había entendido bien, la vida en común es una cosa muy diferente de la mera uniformidad, que también se da entre el ganado. De hecho, cada animal come por su propia cuenta e intenta robar comida a otros animales. Si embargo, en la sociedad humana el bien de cada uno sólo se puede lograr con el trabajo de todos. Y, sobre todo, el bien de cada uno no puede disfrutarse si no lo es también por los otros.
El sentido, es decir, la dirección hacia la que tenemos que dirigirnos es recobrar la tradición del pensamiento de la economía civil, una tradición italiana que tiene sus raíces en el humanismo civil del siglo XV y que alcanza su plena sistematización conceptual en el siglo XVIII en la escuela napolitana (A. Genovesi, F. Galiani, G. Dragonetti y otros) y milanesa (P. Verri, C. Beccaria, G. Romagnosi, y otros) de la Ilustración italiana. La idea central de esta línea de pensamiento –que luego se verá socavada por la economía política anglosajona– consiste en fundar la arquitectura de la sociedad no sobre dos, sino sobre tres pilares: público (Estado e instituciones públicas); privado (mundo empresarial); civil (organizaciones de la sociedad civil, es decir, los cuerpos sociales intermedios). Cada uno de ellos tiene sus propios principios regulativos y se caracteriza por modos específicos de acción, pero los tres deben interactuar de manera orgánica (es decir, no esporádica) según los cánones del método deliberativo. El orden social, por lo tanto, ya no se basa en la dicotomía público-privado (es decir, en el Estado y el mercado), sino en la tricotomía, público, privado, civil.
Una estrategia eficaz para la innovación social debe reconocer y hacer suya esta articulación de la sociedad porque sólo de ella puede surgir la solución a los nuevos problemas del actual período de transición. De hecho, una de las urgencias políticas y culturales más apremiantes hoy es ir más allá de las dos concepciones de mercado hasta ahora dominantes. Por un lado, la visión del mercado como un “mal necesario”, una institución de la que no se puede prescindir, porque es garantía de progreso y éxito económico, pero que sigue siendo un “mal” del que hay que guarecerse y por lo tanto mantener bajo control, estableciendo restricciones estrictas. Esta es la posición adoptada por los teóricos de la llamada “tercera vía”, según los cuales es preciso separar la esfera económica del resto de la sociedad y utilizar la primera como un instrumento para alcanzar los objetivos que se fija la segunda. Por otro lado encontramos la concepción del mercado como medio para resolver el problema político. Se trata de una concepción plenamente en sintonía con el espíritu –y también con la práctica– del pensamiento neoliberal que, de hecho, tiene como objetivo resolver el problema político por vía esencialmente económica.
El horizonte hacia el que tender consiste más bien en crear las condiciones para una economía de mercado pluralista, donde puedan actuar, de forma autónoma e independiente, además de las empresas lucrativas también entidades económicas que, sin perseguir ganancias, son igualmente capaces de generar valor añadido, y por lo tanto, riqueza. Estos son los sujetos que componen la variada constelación de las organizaciones sin fines de lucro (cooperativas, empresas sociales, fundaciones). Recuérdese que la defensa de las razones de la libertad requiere que el pluralismo sea defendido no sólo en el ámbito político –lo cual es obvio– sino también en el económico. Pluralista y democrática es, pues, la economía en la que hay espacio, en primer lugar, para más principios de organización económica –desde la búsqueda de beneficios a la reciprocidad– sin que la postura institucional vigente privilegie, más o menos abiertamente, uno u otro; y, en segundo lugar, la economía en la que se permite al consumidor no sólo elegir dentro de un menú dado, sino también que él sea capaz de “decir lo que piensa” acerca de la composición del mismo menú. Este es el sentido del así llamado “voto con cartera”, otro notable ejemplo de innovación social. (Piénsese en el cash-mob introducido por primera vez en los EE.UU. en 2011.)
Hoy se sabe que con el fin de garantizar la sostenibilidad de una economía de mercado viable es necesario un aporte continuo de valores procedentes de fuera del mercado, tal y como sugiere –en otro frente– la paradoja de Böckenförde según la cual el Estado liberal secularizado vive de presupuestos que ni siquiera él mismo puede garantizar. El núcleo de la paradoja radica en el hecho de que el Estado liberal sólo puede existir si la libertad que promete a sus ciudadanos se regula por la constitución moral de los individuos y por estructuras sociales inspiradas en el bien común. Si, en cambio, el Estado liberal intenta imponer esa regulación, entonces renuncia a su propio ser liberal, acabando por caer en el mismo totalitarismo del que pretende emanciparse. Mutatis mutandis, lo mismo se puede decir del mercado. La economía de mercado postula ciertamente la igualdad entre los participantes, pero genera ex-post desigualdad de resultados. Y cuando la igualdad en el ser diverge cada vez más de la igualdad en tener, es la razón misma del mercado la que se pone en duda. En definitiva, trabajar para que la economía de mercado vuelva a ser civil –como lo fue, aunque por muy poco tiempo, en sus albores– es el gran reto que la empresa de hoy debe ser capaz de recoger dotándose de una dosis masiva de coraje e inteligencia.
Stefano Zamagni
Catedrático de la Universidad de Bolonia. Fue docente de Economía Política de la Universidad John Hopkins (Estados Unidos) y asesor del ex primer ministro italiano Romano Prodi y de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI. El Papa Francisco lo designó miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales del Vaticano.
Con una extensa trayectoria académica, Stefano Zamagni es mundialmente reconocido como uno de los consultores de Benedicto XVI en la redacción de la encíclica "Caritas in Veritate" (2009) sobre el desarrollo humano integral. Ha dictado cátedras en varias universidades y es miembro del Consejo Pontificio Justicia y Paz, además formar parte de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales.
Desde 2007 es presidente de la Agencia para Las Organizaciones no lucrativas de Utilidad social – Onlus, entidad del gobierno italiano responsable de las asociaciones sin fines de lucro. En 2008 recibió el título de Caballero-Comendador de la Orden de San Gregorio Magno. En 2010, el título de doctor honoris causa en economía de la Universidad Francisco de Vitoria, de Madrid, España. Es autor de numerosos libros, entre los cuales: Microeconomia (Ed. Il Mulino, 1997), Profilo di Storia del Pensiero Economico (Ed. Nuova Italia Scientifica, 2004), Per una nuova teoria economica della Cooperazione (Ed. Il Mulino, 2005) y L'Economia del Bene Comune (Ed. Città nuova, 2007).
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[Traducción de Francisco Arenas-Dolz, Universitat de València]
[1] En un ensayo de 2001, precursor de los acontecimientos posteriores, Simon Zadek, de la London School of Economics, dice: “El papel de las empresas en la sociedad [no sólo, por lo tanto, en el mercado] es la cuestión más importante de política pública del siglo XXI. La empresa va forjando cada vez más los valores y las normas sociales y contribuye cada vez más a la definición de las prácticas públicas, además de ser el principal vehículo para la creación de riqueza económica y financiera ... La empresa tratará entonces de cumplir con su papel mediante la creación de nuevos modelos civiles de gobernanza que promuevan nuevas formas de asociación entre el sector empresarial, el gobierno y las organizaciones sin fines de lucro” (2001, pp. 1-2).