Expirado
Atrio2

Lucas Adur.Doctor en Literatura. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Docente de Literatura Latinoamericana II y Problemas de Literatura Latinoamericana en esa Facultad. 

Aún no sabemos casi nada y querríamos adivinar

esa última palabra que no nos será revelada nunca.

 El frenesí de llegar a una conclusión

es la más funesta y estéril de las manías.

Gustave Flaubert,

citado por Borges en “Vindicación de Bouvard y Pécuchet”

El agnosticismo borgeano puede considerarse como uno de los lugares comunes más afianzados en la crítica sobre el escritor y resulta ineludible para pensar su relación con la tradición cristiana. En efecto, son numerosos los críticos que, retomando las declaraciones del propio Borges en distintas entrevistas (cfr. Milleret 1970:114, Vázquez 1977:107)[1], utilizan esta categoría para definir la relación de Borges con el pensamiento metafísico en general y con la teología cristiana en particular  (Kodama 1996, Lefere 1998, Pauls 2000, Sarlo 2003, Hadis 2006, Magnavacca  2009). No es nuestra intención rechazar el empleo de este concepto –aunque debe advertirse que el escritor solo lo utiliza tardíamente y en entrevistas y conversaciones; en sus textos prefiere hablar de “incredulidad” o “escepticismo”-, pero es preciso señalar que en muchos casos, los críticos aceptan el agnosticismo como un dato, un punto de partida que se da por supuesto y no se detienen en demasiadas consideraciones sobre su significado, las formas que adopta y sus implicancias en el contexto de producción y circulación de la obra borgeana. En este trabajo procuraremos aportar una serie de reflexiones que nos permitan precisar de qué hablamos cuando hablamos del agnosticismo borgeano y observar algunos de los efectos de sentido que este posicionamiento del escritor suscita con respecto a la teología cristiana.

El agnosticismo como posicionamiento de escritor

Para abordar el agnosticismo borgeano es necesario comenzar por puntualizar, al menos brevemente, dos cuestiones que consideramos centrales.[2] En primer lugar, explicitar que entendemos el agnosticismo como parte de un posicionamiento de escritor en el campo literario (cfr. Bourdieu 1997 y 2003 y Maingueneau 2006). Esto quiere decir que no consideramos el agnosticismo –o, eventualmente, la creencia religiosa- como una convicción íntima del sujeto empírico –lo que, en última instancia resultaría inaccesible e irrelevante- sino como un rasgo que, interrelacionado con otros, contribuye a la construcción de una imagen pública de escritor, que tiene efectos en la recepción de su obra.

En segundo lugar, es preciso subrayar, contra los que sostienen una imagen monolítica de Borges que sus posicionamientos con respecto al cristianismo –y a casi todos los temas- fueron cambiando a lo largo de sus más de seis décadas de producción como escritor. Como hemos mostrado en Adur (2012b), no es adecuado hablar del “agnosticismo” de Borges en los años veinte, cuando el escritor, aunque no se enmarque ortodoxamente en ninguna forma de religión institucional,  afirmaba su fe en Dios y la inmortalidad y colaboraba con medios católicos como la revista Criterio y el Convivio de los Cursos de Cultura Católica. El agnosticismo es una posición que Borges comienza a construir fundamentalmente a partir de la década del treinta y va consolidándose a través de distintas intervenciones, para cristalizar en los años cincuenta donde la imagen de Borges como escritor agnóstico comienza a difundirse también por los medios de comunicación, en  lo que podemos llamar la obra oral de Borges -entrevistas para diarios, revistas, libros, radios y televisión. En rigor, habría que decir que desde fines de la década del cincuenta, pueden encontrarse ciertos textos (especialmente en la producción poética) que proponen un matiz algo distinto sobre el agnosticismo, tal como este se había construido en las décadas anteriores y se reafirmaba desde la obra oral. Podemos decir, entonces, que el agnosticismo no es el único posicionamiento de Borges, pero sí el más estable y el que se consolida durante las décadas en que el escritor publica sus obras centrales, las que sustentan su reconocimiento internacional –los ensayos de Discusión y Otras inquisiciones, los relatos de Ficciones y El Aleph-. En consecuencia, nos centraremos a continuación en los textos publicados en esos años –entre 1930 y 1955-, que son los que permiten observar más cabalmente cómo se construye la singularidad del agnosticismo borgeano.

Un agnosticismo singular

A partir de la década de 1930 es fácilmente perceptible un reposicionamiento de Borges en el campo literario argentino: abandona casi completamente la poesía –el género que había marcado su ingreso en el campo literario-, abjura de sus convicciones y su práctica criollista –Evaristo Carriego puede considerarse, en este sentido, el cierre de un ciclo-; comienza a manifestar un interés por el género policial, que derivará luego en sus primeros ejercicios narrativos; entra en relación con Bioy Casares, Silvina Ocampo y otros integrantes del llamado grupo Sur, por mencionar solo algunos hitos suficientemente conocidos y estudiados por la crítica (cfr. por ejemplo Cobas Carral 2007). Como parte de ese reposicionamiento podemos considerar también la explícita toma de distancia de Borges, en tanto escritor, con respecto al cristianismo y –particularmente- al catolicismo argentino. Los motivos por los cuales Borges se distancia de escritores católicos que habían sido compañeros en distintos proyectos y, en algunos casos amigos –Francisco Luis Bernárdez, Leopoldo Marechal, Osvaldo H. Dondo-, pueden vincularse a los significativos desplazamientos que se dan en la sociedad argentina a partir de la década del treinta tanto por cuestiones de política nacional –el golpe de Uriburu que empieza una sucesión de gobiernos dictatoriales- como internacional –la repercusión de la Guerra Civil Española primero y la Segunda Guerra Mundial después- . No podemos detenernos aquí en esta cuestión que hemos trabajado en otros lugares (cfr. Adur 2012a y 2014). Lo que nos interesa destacar es que la distancia que Borges construye con respecto al catolicismo no solo está dada por polémicas que se vinculan a elementos de la práctica del catolicismo en esa época –la intolerancia, el antisemitismo de muchos católicos, la concepción integrista que buscaba subordinar el Estado a la autoridad de la Iglesia, etc.- sino también por cuestiones que podemos calificar como teológicas. En efecto, si –como dijimos- en los años veinte podemos encontrar declaraciones de fe dispersas en algunos textos, a partir de 1930 el escritor insistirá en su incredulidad y escepticismo con respecto a las especulaciones metafísicas o teológicas, sentando las bases de lo que primero el propio escritor y luego la crítica definirán retrospectivamente como agnosticismo.

Ahora bien, ¿en qué sentido debemos entender este término? Se suelen distinguir dos vertientes dentro de esta posición filosófica: una primera vertiente, que niega que lo trascendente pueda ser objeto de conocimiento, de una más radical que niega incluso toda relevancia a la pregunta por lo trascendente (cfr. Ferrater Mora 1964). El agnosticismo de Borges se inscribiría en la primera tendencia que no rechaza totalmente la metafísica, pues aunque formalmente la relega al reino de lo afectivo, asume que existe en el hombre “una necesidad metafísica ineludible que no podrá ser jamás satisfecha” (Ferrater Mora 1964:55). Podemos recordar aquí, por ejemplo, lo afirmado en uno de los más famosos ensayos de Borges, “El idioma analítico de John Wilkins” (La Nación, febrero de 1942):

[…] notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. […] Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios.

La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que estos son provisorios (OCII:86)

Como puede advertirse, existe una oscilación entre negar la existencia de un esquema divino y afirmar que el mismo existe pero es incognoscible. Lo mismo puede percibirse en otros ensayos y ficciones de ese período, como “La máquina de pensar de Raimundo Lulio” (El Hogar, octubre de 1937), “Avatares de la tortuga” (Sur, 1939) o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (Sur n° 68, mayo 1940).

Más allá de inscribirse en esta primera tendencia, es preciso subrayar que el agnosticismo de Borges tiene un matiz singular: la distancia con respecto a la metafísica no implica una negación del interés que esta le suscita.[3] Ya en el prólogo de Discusión (1932), el escritor se había referido a su “afición incrédula y persistente por las dificultades teológicas” (OCI:177). La presencia de problemas, autores y conceptos propios de la teología y la filosofía es constante –y muchas veces central- en los textos borgeanos del período. El propio escritor propone una clave de lectura para resolver la aparente tensión entre el escaso o nulo valor de verdad que concede a la obra de teólogos y metafísicos y la presencia casi obsesiva de alusiones a los mismos en sus textos. Su formulación más acabada, incansablemente citada por los críticos y repetida con variantes por el escritor en numerosas entrevistas posteriores, se encuentran en el epílogo de Otras inquisiciones: el escritor afirma allí su tendencia “a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso” (OCII:153). Borges condensa en esta fórmula une serie de enunciados que pueden rastrearse en su obra desde la década anterior: la metafísica como rama de la literatura fantástica (“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, 1940), teólogos y filósofos como los mayores maestros del género fantástico (“Leslie D. Weatherhead. After Death”, Sur n° 105, julio 1943), etc. Podemos hipotetizar que al proponer tal clave de lectura, Borges procuraba –entre otras cosas- impedir que sus constantes referencias al cristianismo fueran entendidas como un acercamiento a posiciones creyentes. En la misma línea, recordemos que en los paratextos de sus libros de relatos, el escritor se encarga de vincular aquellos que tienen resonancias teológicas con el género fantástico, de modo de circunscribir su interés al terreno de lo literario: “Tres versiones de Judas” (incluido en Ficciones, 1944) es  “una fantasía cristológica” (OCI:483); “La otra muerte” –título que, como dijimos, reemplaza significativamente al más cristiano “La redención”, al ser recogido en El Aleph (1949)- se presenta como una “fantasía sobre el tiempo” (OCI:629).

El agnosticismo funciona, así, como un posicionamiento estético sumamente productivo para la literatura borgeana. No solo en tanto le permite al escritor una notable libertad a la hora de trabajar con la tradición cristiana –libertad que, es cierto, han alcanzado poetas cristianos, pero pocos, y ninguno entre los contemporáneos de Borges- sino también lo salvaguardaba –y Borges pareció especialmente interesado en esto- de una interpretación cristianizante de su obra. El agnosticismo le permite a Borges una tercera vía: no ser leído como un católico integral, borrando la originalidad y la distancia que manifiesta frente a muchos dogmas, pero tampoco ser considerado como un liberal, a los que acusa de una mirada superficial que considera el cristianismo como un mero retraso oscurantista, que será abolido por el progreso (cfr. “Una vindicación de la Cábala”, OCI:210, “Historia de la eternidad” OCI:359). Al superar la disyuntiva entre catolicismo y liberalismo –entendidos en un sentido estrecho y restrictivo-, el agnosticismo permite al escritor construir una posición desde donde es posible la crítica de la teología racional, pero también, si se nos permite, los escarceos con una teología literaria.

El sueño de la razón engendra monstruos

Un punto central para observar la posición agnóstica de Borges ante la teología cristiana se encuentra en sus consideraciones sobre la Trinidad. Podemos empezar recordando dos ensayos de la década del treinta, “Una vindicación de la cábala” e “Historia de la eternidad”, que incluyen –repetida con escasas variantes- una singular mirada sobre este dogma (cfr. OCI:209-211, OCI:359-360). Como ha señalado Susana Fresko, la posición del escritor frente a este misterio central del cristianismo es ambigua: su ironía es explícita y recurrente pero también reconoce su importancia (“emocional y polémica”, OCI:359) y su necesidad dentro de la doctrina cristiana. Entendemos que esta ambigüedad puede ligarse a una consideración doble: en tanto misterio, la Trinidad no carece de atractivo –aunque sea el atractivo de lo uncanny- y puede incluso ser objeto poetizable: Borges cita a Dante y a Donne para culminar afirmando con San Paulino, “Fulge en pleno misterio la Trinidad” (“Una vindicación de la cábala”, OCI:210, “Historia de la eternidad”, OCI:359). Propone incluso él mismo una descripción no exenta de lirismo: “una infinidad ahogada, especiosa, como de contrarios espejos” (OCI:210, 359). En cambio, considerada desde una perspectiva racional –como hacen ciertos teólogos contemporáneos al escritor- la Trinidad se convierte, sí, en excusa para una acumulación de ironías y adjetivaciones del orden de lo terrorífico, al punto de que llega a ser un término de comparación para lo monstruoso: “horrenda sociedad trina y una”, “teratología intelectual”, “horror intelectual”, “deformación que solo el horror de una pesadilla pudo parir”, “el monstruo”, etc. (cfr. OCI:209-210-, OCI:359-360).

Sería posible, entonces, introducir una distinción entre el Dios de los poetas y los místicos, que conserva un aura de misterio inefable –perceptible incluso desde una perspectiva agnóstica- y el “inconcebible Dios de los teólogos” (que remite en primer lugar a los teólogos escolásticos), al que Borges se refiere en varios textos, caracterizándolo como una construcción intelectual, dotada de atributos y perfecciones que poco tienen que ver con el misterio y son fácilmente ridiculizables.[4] Borges parece advertir, como señalara Barcellos (2007), contra las pretensiones –que percibe en la teología cristiana- de llegar con la “mera razón” al conocimiento de lo trascendente. En “Historia de la eternidad” leemos: “la sospecha de que las categorías de Dios pueden no ser precisamente las del latín, no cabe en la escolástica” (OCI:360). Algunos años después, en “La creación y P.H. Goose” se referirá a la “insensata precisión” de los teólogos (OCII:28). Avanzar sistemática y racionalmente sobre el conocimiento de lo trascendente –como hace la escolástica- es insensato y los resultados son del orden de lo horroroso o lo ridículo. Como dirá Borges en “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto” (Sur n°202, agosto 1951), “El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos”, OCI:604).

Un blanco privilegiado en este sentido, son las pruebas o vías racionales de la existencia de Dios – que ya habían sido objeto del desdén borgeano en la década del veinte (“Un soneto de don Francisco de Quevedo”, La Prensa, 1927). En “Avatares de la tortuga” (Sur n° 63, 1939), luego de exponer el argumento cosmológico de Tomás de Aquino, se lo califica –en nota al pie- como una prueba “ahora muerta” (OCI:256). Acerca de esta misma prueba encontramos un comentario muy significativo en la reseña de Pensées de Blaise Pascal (“Pascal: Pensées”, Sur noviembre 1947, recogido como “Pascal” en Otras inquisiciones 1952). Borges señala que, en la edición paleográfica de los Penseés de Zacharie Tourneur (1942), “se publica un fragmento que desarrolla en siete renglones la conocida prueba cosmológica de Santo Tomás y de Leibniz; el editor no la reconoce y observa: ‘Tal vez Pascal hace hablar aquí a un incrédulo’” (OCII:82). Esta observación no sólo apunta a subrayar la ignorancia del editor. Muestra que los razonamientos de ese tipo no parecen compatibles con una fe decidida: aquello que se cree verdaderamente no debería necesitar tales demostraciones.[5] En la misma línea podemos situar las referencias de Borges al argumento ontológico de Anselmo de Canterbury. En el ensayo “El primer Wells” (Los Anales de Buenos Aires, septiembre 1946), se afirma: “La realidad procede por hechos, no por razonamientos; a Dios le toleramos que afirme (Éxodo, 3, 14) ‘Soy El Que Soy’, no que declare y analice, como Hegel o Anselmo, el argumentum ontologicum. Dios no debe teologizar” (OCII:76).[6] Aquí el contraste que se sugiere no solo es entre la teología racional y la fe –la afirmación divina que no precisa ser demostrada-, sino entre la Biblia y las elaboraciones teológicas, un punto en el que merece la pena detenerse.

La Biblia y la teología, de lo concreto a lo abstracto

El contraste entre la Biblia y la teología puede encontrarse en textos muy tempranos de Borges. Así, podemos citar, por ejemplo “Acerca del expresionismo” (Inicial n°3, 1923, recogido con variantes en Inquisiciones 1925):

¡Qué bella transición intelectual desde el Señor que, al decir del capítulo tercero del Génesis paseábase por el jardín en la frescura de la tarde, hasta el Dios de la doctrina escolástica cuyos atributos incluyen la ubicuidad, el conocimiento infinito y hasta la permanencia fuera del Tiempo en un presente inmóvil y abrasador de siglos, ajeno de vicisitudes, horro de sucesión, sin principio ni fin! (162- 163)

Sin embargo, es notable un cambio de signo en las valoraciones del escritor, a partir de su reposicionamiento de los años treinta. La distancia entre los dos discursos –el teológico y el bíblico- ya no es percibida como una “bella transición” sino como una tensión y un contraste, tal como vimos en la cita de “El primer Wells”: el discurso bíblico –afirmativo  y concreto- aparece como más aceptable que las intolerables demostraciones razonadas de Anselmo. En este sentido la formulación “Dios de los teólogos” que, como dijimos, Borges emplea con frecuencia, posiblemente remite al contraste que proponía Pascal entre el “Dios de los filósofos”, objeto de la razón, y el Dios bíblico -“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”-, objeto de fe. El Dios de los teólogos es denunciado repetidamente como una construcción que o bien no guarda relación alguna con las Escrituras o bien las utiliza de un modo inadecuado y arbitrario. Resulta muy significativo, en este sentido, un fragmento de “Historia de la eternidad” donde se reconstruye un problema doctrinal y su resolución teológica:

Generaciones de hombres idolátricos habían habitado la tierra, sin ocasión de rechazar o abrazar la palabra de Dios; era tan insolente imaginar que pudieran salvarse sin ese medio, como negar que algunos de sus varones, de famosa virtud, serían excluidos de la gloria. […] Una amplificación del noveno atributo del Señor (que es el de omnisciencia) bastó para conjurar la dificultad. Se promulgó que ésta importaba el conocimiento de todas las cosas: vale decir, no sólo de las reales, sino de las posibles también. Se rebuscó un lugar en las Escrituras que permitiera ese complemento infinito, y se encontraron dos: uno, aquel del primer  Libro de los Reyes, en que el Señor le dice a David que los hombres de Kenlah van a entregarlo si no se va de la ciudad, y él se va; otro, aquel del Evangelio según Mateo, que impreca a dos ciudades: ¡Ay de ti, Korazín! ¡Ay de ti, Bethsaida!, porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho las maravillas que en vosotras se han hecho, ha tiempo que se hubieran arrepentido en saco y en ceniza. Con ese repetido apoyo, los modos potenciales del verbo pudieron ingresar en la eternidad: Hércules convive en el cielo con Ulrich Zwingli porque Dios sabe que hubiera observado el año eclesiástico, la Hidra de Lerna queda relegada a las tinieblas exteriores porque le consta que hubiera rechazado el bautismo. (OCI:362, nuestro destacado).

Es patente la ironía fulminante de Borges con respecto a la operación de los teólogos que “rebuscan” en las Escrituras justificaciones a posteriori de sus propias elaboraciones sobre la naturaleza divina. En el mismo ensayo el escritor afirma que los manuales de teología se reducen –con respecto a la noción de eternidad- “a fatigar las Escrituras hebreas en pos de fraudulentas confirmaciones, donde parece que el Espíritu Santo dijo muy mal lo que dice bien el comentador” (OCI:360). Borges subrayará varias veces que los principales dogmas cristianos no se desprenden de la Biblia, sino que fueron elaborados años o siglos después, introduciendo nociones y conceptos que distaban mucho de lo que puede leerse en los textos en los que supuestamente se fundan.

Este señalamiento de la distancia entre Biblia y teología puede relacionarse con la oposición entre lo concreto y lo abstracto. Borges insistirá en valorar el lenguaje concreto –y, en este sentido, literario- de la Biblia, frente a las abstracciones y complejas conceptualizaciones de la teología escolástica. Si bien la cuestión aparece en varios textos, está condensada en un ensayo recogido en Otras inquisiciones que lleva el significativo título “De alguien a nadie”, que tiene por objeto justamente registrar el proceso de abstracción del Dios judeo-cristiano, desde la versión antropomórfica de la Biblia hasta las conceptualizaciones de atributos propias de la teología medieval y la disolución en la nada que propone la teología negativa:

Pese a la vaguedad que el plural sugiere Elohim es concreto; se llama Jehová Dios y leemos que se paseaba en el huerto al aire del día o, como dicen las versiones inglesas, in the cool of the day. Lo definen rasgos humanos; en un lugar de la Escritura se lee Arrepintióse Jehová de haber, hecho hombre en la tierra y pesóle en su corazón y en otro, Porque yo Jehová tu Dios soy un Dios celoso y en otro, He hablado en el fuego de mi ira. El sujeto de tales locuciones es indiscutiblemente Alguien, un Alguien corporal que los siglos irán agigantando y desdibujando.[…] En los primeros siglos de nuestra era, los teólogos habilitan el prefijo omni, antes reservado a. los adjetivos de la naturaleza o de Júpiter; cunden las palabras Omnipotente, omnipresente, omniscio, que hacen de Dios un respetuoso caos de superlativos no imaginables (OCII: 115).

La teología entonces, se concibe como la abstracción especulativa de figuras que, en su origen, fueron absolutamente concretas, con historias, pasiones y rasgos humanos. Esta preferencia por lo concreto puede considerarse como una valoración no solo de la Biblia sino, más ampliamente, de la literatura por sobre (cierta) teología. En este sentido resulta iluminadora una breve nota al pie incluida en el ensayo “El espejo de los enigmas”, a propósito de la noción de “omnisciencia”:

¿Qué es una inteligencia infinita?, indagará tal vez el lector. No hay teólogo que no la defina; yo prefiero un ejemplo. Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del universo (OCII:100).

Donde los teólogos proponen definiciones, el escritor prefiere un ejemplo, un breve desarrollo narrativo de la idea. Este mismo movimiento es el que encontramos en el modo en que muchos relatos de Borges se relacionan con el discurso teológico: una puesta en ficción de hipótesis teológicas que implica, en primer lugar, la traducción a situaciones y a un lenguaje concreto de las especulaciones abstractas de la teología. Así, por ejemplo, “Tres versiones de Judas” puede considerarse una puesta en ficción de la cristología –y en particular del concepto de kénosis-; “Las ruinas circulares” de la noción de creatio ex nihilo; “La otra muerte” de un aspecto de la omnipotencia divina; “El Aleph” y “La escritura del dios” de la concepción cristiana de eternidad (cfr. en este sentido los análisis de Barcellos 2007, Magnavacca 2009, Adur 2012c). Por supuesto, los relatos no se presentan como meros ejemplos o ilustraciones didácticas de los problemas teológicos. Estos funcionan como un punto de partida que las ficciones, al desplazarse de lo abstracto a lo concreto, abren a múltiples interpretaciones posibles. Contra la alegoría y la teología racional que busca la univocidad, se defiende la polisemia de los relatos –bíblicos, novelescos, literarios-

La teología escolástica queda, desde la perspectiva de Borges, doblemente desacreditada. Por un lado, por su intento vano y contraproducente de indagar de forma racional y sistemática lo trascendente, ámbito misterioso e inefable, que no puede -ni debe- ser reducido a silogismos ni fórmulas fijas. Por otro lado, por su distancia y desconexión con respecto a la Biblia, texto al que si bien se le reconoce el carácter sagrado y se lo reverencia, en la práctica no funciona centralmente como base de la especulación teológica.

El agnosticismo entonces, no puede leerse como un mero sinónimo de incredulidad ni mucho menos indiferencia por las cuestiones teológicas. En el contexto del campo intelectual argentino de la primera mitad del siglo XX, donde la teología neoescolástica tenía un nutrido grupo de defensores entre los escritores católicos a los que Borges conocía, el agnosticismo tiene una dimensión polémica, que cuestiona la posibilidad de una teología racional, pero sin clausurar del todo –al menos como anhelo nostálgico y titubeante- la posibilidad de una trascendencia misteriosa e inefable.

Lucas Adur es Doctor en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Realizó su tesis sobre “Borges y el cristianismo”. Ha presentado numerosos trabajos sobre este autor en congresos nacionales e internacionales, y ha publicado artículos en revistas especializadas. Se desempeña como docente de Problemas de literatura latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Fue becario de CONICET entre 2009 y 2014. Es uno de los editores de la revista El ansia, dedicada a la literatura argentina contemporánea. Colabora además en las revistas Criterio y No-retornable.

Bibliografía

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[1] “Sí, agnóstico: y diría que la teología como sistema filosófico –incluso la de mis autores favoritos- pertenece a la literatura fantástica […] La idea de un ser todopoderoso, omnisciente es mucho más sorprendente que todos los caprichos de la ciencia ficción, por ejemplo” (Milleret 1970:114).

[2] Nos ceñiremos aquí a algunos aspectos de un problema complejo. Para un desarrollo más exhaustivo de la cuestión, remitimos a Adur (2014).

[3] Interés aparece como una categoría borgeana que permite definir la atracción que suscita un discurso al que no se le concede, necesariamente, ningún valor de verdad. Cfr., en este sentido, ““Leslie D. Weatherhead: After Death”( “me interesa y no creo”, OCI:281), “La muerte y la brújula” (“Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis”, OCI:500) y “Deutsches Requiem” (“Antes, la teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana) me desvió para siempre Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y Brahms, con la infinita variedad de su mundo., OCI:577).

[4]La formulación “el inconcebible Dios de los teólogos” está en “Valéry como símbolo” (Sur, octubre 1945, OCII:64). Cfr. también las referencias en los ensayos de la década del treinta: “Al Señor, al perfeccionado Dios de los teólogos, que sabe de una vez –uno intelligendi actu- no solamente todos los hechos de este repleto mundo, sino los que tendrían su lugar si el más evanescente de ellos cambiara – los imposibles, también.” (“Una vindicación de la cábala” OCI:211); “La eternidad quedó como atributo de la ilimitada mente de Dios, y es muy sabido que generaciones de teólogos han ido trabajando esa mente, a su imagen y semejanza” (“Historia de la eternidad”, OCI:361). Nótese la inversión: no es el hombre el creado a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1,26) sino Dios el que es  inventado o definido por los teólogos, desde categorías humanas racionales.

[5] Sobre este punto véase el trabajo de Navarro (2009). Podemos recordar también aquí lo afirmado por Borges y Jurado en Qué es el budismo (1976): “En la India, la fe en la transmigración es tan profunda que a nadie se le ha ocurrido demostrarla, contrariamente a lo que ocurre en la cristiandad, que abunda en pruebas sin duda irrefutables de la existencia de Dios” (1991:71).

[6] Este mismo intento de demostración de la existencia de Dios es calificado como “una derrota” en “La busca de Averroes” (Sur, junio 1947, OCI:587) y parodiado algunos años después en “Argumentum ornitologicum” (Otras inquisiciones, 1952, cfr. Magnavacca 2009).